Ese oscuro objeto del consumo
Que la sociedad de consumo no puede sobrevivir sin la aportación de las mujeres lo evidenció de manera definitiva la aparición en el mercado de los cigarrillos Virginia Slims, fabricados por Phillip Morris. Corría el verano de 1968, y la experiencia europea del mayo de ese año había dado el toque definitivo a los anunciantes: el movimiento feminista reclamaba para las mujeres un lugar específico y más relevante dentro del espectro social. Esta canción no era nueva, puesto que los movimientos de liberación femenina comienzan en Inglaterra con la propia Revolución Industrial, y todos recordamos los carteles de propaganda específicamente orientado a las trabajadoras durante las guerras mundiales.
Sin embargo, es sólo a partir de la década de los cincuenta del Siglo XX cuando las mujeres empiezan a tener una tasa de inserción laboral por cuenta propia y licenciadas universitarias que permite una todavía tímida equiparación con el sector masculino. Aunque ya había muchísimos anuncios orientados a la consumidora desde los años veinte y treinta, es a partir de estos momentos cuando la mujer irrumpe con fuerza como objeto publicitario; no sólo como destinatario o elemento más o menos accesorio en el proceso de compra o consumo, sino como centro absoluto del mismo.
El eslógan con el que se lanzó la campaña de los cigarrillos Virginia Slims es iluminador en este sentido: “You’ve come a long way, baby”. Una especie de bienvenida con media sonrisa al mundo de los mayores. Un reconocimiento implícito del papel secundario al que la mujer había estado relegada en ciertos aspectos, pero también una repetición de esa misma actitud de benevolencia fingida, una frase que hubiera quedado estupenda en la boca de Bogart, mirando a Lauren Bacall con sorna al final de alguna película: “has recorrido un largo camino, nena”. Hecho que contrasta con que, hacia la misma época, el equipo creativo de algunas agencias, como JWT en Estados Unidos, estuviera compuesto exclusivamente por mujeres.
Esto no debiera sorprender a nadie. Una vez superada la falta de amplitud de miras de las teorías conductistas, queda claro que a día de hoy la labor principal de la publicidad no es ya informar de productos o servicios, y ni siquiera inducir a su compra. La tolerancia del consumidor a la publicidad ha crecido de manera paralela a una suerte de rechazo falto de consciencia: nunca falta quien en una reunión afirma que no compra nada de lo que ve en los anuncios como si eso le liberara de su influencia. Sin embargo, la función principal de la publicidad actual es perpetuar el sistema que le sirve como soporte, sin el cual no podría funcionar de manera hegemónica. Así pues, ejerce una labor capital en la repetición e implantación de valores sociales y formas de comportamiento.
Quizá podríamos decir que las mujeres han acabado por caer presas de sus propias aspiraciones. Desde los años veinte, como decíamos antes, se vendía la imagen de la mujer fumadora como mujer liberada, emancipada, decidida, preparada para una nueva situación social en la que disponía de un poder específico. Sin embargo, no podemos estar seguros de que realmente fumar ayudara al empoderamiento femenino. De lo que sí podemos estar seguros es de que las tabacaleras sacaron una buena tajada del asunto. Así, la publicidad dirigida a mujeres no sólo operaba (y opera) para tratar de que las mujeres se sientan más importantes o atractivas o poderosas, sino también con un tenebroso doppelgänger: si quieres ser una mujer liberada, vas a tener que serlo a través del consumo de los productos que te digamos. Así, el proceso enferma desde su propio nacimiento: una legitimación social producida a través de una cultura del consumo es una legitimación subordinada a los movimientos del imaginario del capital mundial, que como todos sabemos no pierde el sueño por el feminismo.
Podríamos decir, en un resumen atrevido, que la publicidad necesita a la mujer como cliente imprescindible, pero también la usa como herramienta primaria. No les costará mucho pensar en ejemplos. Un anuncio de la Superbowl en el que lo único que vemos es una modelo semidesnuda comiéndose una hamburguesa; una campaña de supermercado que anuncia cosméticos bajo la imagen de una madre y su hija maquillándose frente a un espejo y el lema “la belleza también se aprende”; “busco a Jacq’s”; y casos turbadores, como el de una campaña de Roberto Verino que afirmaba que “diseñar cerámica es otra forma de vestir a la mujer”. Ahí es nada. Y después, todo lo relacionado con el mundo de la moda.
Decía Zsa Zsa Gabor algo así como que no hay mujer fea sino desaprovechada. Otra de esas frases con engaño, que parecen eslóganes para ensalzar el feminismo pero que la publicidad ha acabado por pervertir hasta lo impensable. Ahí donde la vemos, es posible que esta frase sea la causante de que en occidente haya un verdadero ejército de mujeres dejándose los cuartos en auténticas estupideces del estilo de los Biomanán, las galletas que no engordan (serán galletas de aire), y una miríada infame de productos dietéticos y “naturales” del estilo. Como afirma Mercedes López Lucas, “aunque el producto vaya dirigido a nuestro cuerpo, no se centra en nuestro bienestar, sino en buscar la forma de revalorizarlo como si fuera un objeto, porque nos han enseñado desde pequeñas que nuestra imagen física es fundamental para ser aceptadas, y para aumentar la probabilidad de tener éxito social”. De ahí que sea fácil entender que la obsesión por los stilettos y este tipo de zapatos de tacón, que aparentemente representan de manera unívoca a una mujer fuerte, poderosa y liberada. Por llevar unos zapatos (carísimos) en lugar de otros. A mí que me lo expliquen. Las impostadas femme fatale de los anuncios de televisión son las nuevas fumadoras de cigarrillos Virginia Slims.
Parece que en Occidente vivimos bajo un modelo en el que la mujer es, sobre todo, una gran consumidora en un mercado en el que el objeto principal son las personas. En una sociedad lanzada en una carrera sin freno hacia la competitividad, “las personas, igual que los objetos de consumo, deben perpetuarse en un nivel de deseabilidad (…) para evitar ser descartadas y relegadas a una situación de total marginalidad”. Nos acercamos a un peligroso límite: el de no poder considerarnos a nosotros mismos en tanto humanos sino en tanto cuerpos. Primero se rompieron, uno por uno, los vínculos sociales en favor de un individualismo que sólo parece haber beneficiado a las grandes corporaciones. Ahora, en especial en el caso femenino, parece que hemos llegado a la siguiente etapa: ya ni siquiera somos individuos, somos cuerpos que consumen. Y si a esto le sumamos la absoluta abolición de los parámetros y referentes morales o socioculturales que han ocurrido a lo largo del siglo pasado, este atractivo corporal, mimado constantemente, no es ya sólo lo sociológicamente aceptable, sino lo moralmente deseable. Y estamos jodidos con eso.
Ya lo dijo Bill Hicks: el anuncio más efectivo de la historia sería un bellezón sentado en una silla, completamente desnuda, tapándose sus partes pudendas y mirando a la cámara con lascivia. Y un rótulo sobreimpresionado: “Beba Coca Cola”. Era un chiste en los ochenta. Mucho me temo que hoy (quizá entonces tampoco) ya no sorprendería a nadie.
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