Las manías más raras de los escritores
Expresarse con claridad, con emoción, con garra es el objetivo principal de cualquier escritor. Y ese objetivo puede ser tan obsesivo y enfermizo como lo que hizo Demóstenes para superar sus problemas de dicción y de tartamudez.
Como su objetivo era convertirse en un gran orador, se hizo construir un estudio subterráneo y se encerró en él para practicar día y noche. También se afeitó la cabeza para que su aspecto fuese tan grotesco que le impidiera salir a la calle, y así no caer en la tentación de rendirse. Durante meses practicó y practicó, incluso con piedras en la boca. Y Demóstenes se convirtió en uno de los grandes oradores de la antigua Grecia.
Sergio Parra es periodista y escritor. Divulga ciencia en Xataka Ciencia, Quo, Conec y Mètode, hace crítica cultural en Papel en Blanco. También colabora con Editorial Planeta y asesora científicamente a RBA coleccionables. Es autor de varias novelas y relatos y próximamente publicará su primer libro de viajes en Editorial Martínez Roca, así como una biografía de Michael Faraday para RBA. Podéis seguirlo en twitter en @SergioParra_
Con esta mezcla de obsesión y perseverancia se conducen algunos escritores célebres a fin de obtener lo mejor de sí mismos. Por ejemplo, Alejandro Dumas vestía una especie de sotana roja, de amplias mangas, y sandalias para poder inspirarse para escribir. Al parecer, si no lo hacía, su prosa flaqueaba. Y John Milton escribía envuelto en una vieja capa de lana, casi como un fantasma.
Victor Hugo meditaba sus frases o versos en voz alta paseando por la habitación hasta que los veía completos; entonces se sentaba corriendo a escribirlos, antes de olvidarlos, tal y como explica Jesús Marchamalo en su libro Las bibliotecas perdidas:
El ya mencionado Victor Hugo, por su parte, no demasiado confiado en su propia voluntad, tenía por costumbre entregar sus ropas a su criado, con la orden de que no se las devolviese hasta que transcurriese un plazo predeterminado, aunque él se las pidiese encarecidamente. De esta forma, se obligaba a escribir sin posibilidad alguna de evadirse.
Gabriel García Márquez necesita estar en una habitación con una temperatura determinada. Debe tener en su mesa una flor amarilla, de lo contrario no se sienta a escribir. Y siempre lo hace descalzo.
Balzac se acostaba a las 6 de la tarde, siendo despertado por una criada justo a medianoche. Entonces se vestía con ropas de monje (una túnica blanca de cachemira) y se ponía a escribir ininterrumpidamente de 12 a 18 horas seguidas, siempre a mano su cafetera de porcelana. Durante todo ese tiempo, no dejaba de consumir taza tras taza.
Isaac Asimov trabajaba 8 horas al día, 7 días a la semana. No descansaba ningún festivo o fin de semana, y su horario era intocable. Cuando estaba dedicado a escribir, su media era de 35 páginas al día.
Haruki Murakami se levanta a las 4 de la mañana, trabaja 6 horas. Por la tarde corre 10 km o nada 1.500 m, lee, escucha música y se va a la cama a las 9. Sigue esa rutina sin ninguna variación.
Mario Vargas Llosa, que empieza la escritura a las 7 de la mañana, tiene un orden casi obsesivo, los libros de su biblioteca están ordenados por motivos curiosos: por tamaño, por países… y se rodea de figuras de hipopótamos de todas clases.
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