Experiencias míticas

El cigarro de después

A veces el secreto de una vida larga y sin sobresaltos es saber perder bien del tiempo, como cuando Josep Pla consumía una mañana liando aquellos cigarrillos a la búsqueda, al parecer, del adjetivo perfecto. Como si eso existiese. No es distinto en el fútbol. Cuando el partido llega a cierta altura postrera, y el resultado se ha puesto de cara, conviene liarse un cigarro lentamente, derrochando el tiempo en toques inanes, en fruslerías, mientras dejas que el rival se muera despacio, desangrado, lejos de un hospital. Durante muchos años, cuando el club sólo disponía de un par de balones, en el campo del Vilardevós, en segunda regional, zona norte, el tiempo no se perdía en el córner. Nuestros jugadores no tenían técnica bastante para cruzar el Mississippi y llegar tan lejos. Ojalá. Ni siquiera nos tirábamos al suelo, simulando una lesión del ligamento cruzado anterior de la rodilla. Ignorábamos si teníamos ese ligamento en concreto. Tampoco necesitábamos incurrir en pantomimas. Justo al lado del campo, que apenas tenía un muro de dos metros de altura, había una granja de vacas, vigiladas por dos mastines. Hacia ahí dirigía el guardameta, que era el jugador con mejor toque, los saques de portería. Huelga decir que no existían los recogepelotas, de modo que si querían empatar, alguien del equipo rival debía ir en busca del balón. Era hermoso verlo adentrarse en la granja, pisar bostas de cuarenta centímetros de diámetro, recoger el balón, que a menudo estaba justo sobre una, y salir corriendo delante de los perros. A veces se perdían diez minutos en esa maniobra de rescate.

Naturalmente, para perder el tiempo hay que tener paciencia y carecer de cierta ambición, como en el instituto, cuando preparabas a conciencia los exámenes, pero no demasiado a conciencia, apenas para sacar un cinco raspado, y que nadie pensase que tenías planes para la vida. Ya sabemos que hay equipos que, cuando ganan por un gol, y el final se acerca, perseveran en el ataque, en busca no tanto de un cigarrillo, a poder ser rubio y americano, como de un gol de la tranquilidad. O a poder ser, dos. En el fondo, esos son equipos con miedo, temerosos de que el rival se recomponga el peinado en un golpe de suerte y empate. No saben vivir con el agua al cuello. Temen jugarse los cuartos ante esa clase de rivales que ignoran qué es la muerte, que siempre luchan, y que si son lo suficientemente alemanes, sacan petróleo hasta de la nariz, y te empatan, incluso te ganan. Guardan semejanzas con esa casta de héroes del cine western, que, después de recibir cuatro disparos, cada cual más letal, se arrastran por el suelo, consiguen subirse al caballo, cruzar inconscientes las llanuras desérticas, y después de varias jornadas de cabalgadura, llegan a Kansas City, y con los cuidados de una anciana caritativa, se reponen.

El fútbol es tiempo. Y el tiempo no sabemos del todo qué es. Ni siquiera de su velocidad existen certezas absolutas. A veces acelera, a veces frena. Depende del resultado. Cuando se aproxima el minuto noventa, más el descuento, al fútbol también se juega en estático, cruzándose de brazos, fumando en una esquina, junto al córner, con los chicos del barrio, y pidiendo al camarero que vaya abriendo una ronda de cervezas, por favor. Existe un tipo de jugador muy particular que, al acabar el partido, gusta de echarse un cigarro. Cuando las circunstancias lo permiten, o lo aconsejan, lo enciende incluso antes de que finalice el encuentro, para acelerar el pitido final. En esos consiste la buena pérdida de tiempo: en precipitar un momento maravilloso.

En última instancia, como en la vida, jugar al fútbol es participar en un negocio, y en cualquier negocio, como bien estableció Lucky Luciano, lo importante es no ser el muerto. Hay que conservar la posesión cueste lo que cueste. Tu rival, después de todo, siempre tiene las peores intenciones. No descartes que, si se hace con la pelota, intente marcar gol. Por esa razón, cuando el balón por un milagro cae en tus pies, y tienes mucho que perder, lo acunas, lo metes en un bolsillo, lo llevas al córner, le enseñas las vistas, habláis de qué bonito sería todo si el puto árbitro pitase en ese justo instante el puto final.

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