Experiencias míticas

Tarjeta roja, perro

Todos perdemos los papeles de vez en cuando. Es en esas circunstancias cuando agradeces que alguien te abofetee con cierto estilo, como hacía Joan Crawford en casi todas sus películas. Siempre tenía un hombre, incluso otra mujer, al que devolver a la tierra, casi plásticamente. En fútbol las tarjetas se inventaron, precisamente, con ese propósito: ponerte en tu sitio sin renunciar a cierta elegancia. Después de todo, si descontamos a tipos como Andujar Oliver, que pitaba con barriga, el árbitro es un individuo relativamente distinguido, educado, que sabe que el negro le favorece, y que por regla general, no escupe en el terreno de juego, como un vulgar defensa. Quién podría respetarte, de otro modo. Cierto es que, cuando eres árbitro, el respeto lo proporcionan, mayormente, esas armas que llevas en el bolsillo, de color rojo y amarillo, y no tanto tu distinción sin igual. Digamos que las tarjetas son tu revólver. Nadie, a menos que tenga prisa, y pretenda irse antes de tiempo al vestuario, ducharse, aplicarse gomina y salir pitando a una cita, tienta a la suerte con un árbitro. En una medida u otra, todos cultivan un sentimiento defensivo de desconfianza hacia él, como cuando en Jungla del asfalto, de John Houston, uno los personajes confiesa que nunca se fía de la policía. «Cuando menos te lo esperas se pone de parte de la ley».


En la etapa que me dediqué a tiempo completo al periodismo, porque me moría de hambre y de sed, cada noche entraba en la redacción un guardia jurado pequeño, más o menos simpático, que contaba unos chistes que, al portar el tipo un Smith & Wesson del calibre 625, a mí me hacían mucha gracia. Se apellidaba Rivera, a secas. No necesitaba nombre. Tal vez ni siquiera tuviese. Cuando llegaba el fin de semana, aquel vigilante se convertía en árbitro de fútbol de regional. Era conocido en todos los campos de la provincia de Ourense como La Ley. Conocido, y respetado. Se hizo famoso tras una de las crónicas futbolísticas más disparatadas que he leído, en las que se daba cuenta de unos incidentes producidos en un encuentro que enfrentó al Muiños con el Cualedro. Hacia la mitad de la segunda parte, entró un perro en el terreno de juego. Al principio provocó algunas risas, incluso aclamaciones. Es sabido que en segunda regional no se va al campo por el fútbol simplemente. Yo recuerdo que iba porque las cervezas costaban cinco duros. Los jugadores de ambos equipos, según la crónica, gesticularon, corrieron detrás del perro, le silbaron, pero el animal no se marchó del campo. La paciencia del árbitro se consumía rápidamente, y cuando le pareció que ya era suficiente el pitorreo, incluso para ser segunda regional, se acercó al perro. Llamó su atención con el silbato, mientras buscaba algo en el bolsillo, y en una maniobra de autoridad, le mostró la tarjeta roja. Tal vez fuese una decisión rigurosa, y una tarjeta amarilla hubiese sido más correcto, pero para sorpresa general, el perro se alejó por un córner y pudo reanudarse el partido.

Ken Aston sabía bien lo que hacía el día que inventó las tarjetas. Harto de jugarse la vida entre tipos a veces un poco brutos, un día, mientras conducía su automóvil, tuvo una idea que cambió el balompié. «Avanzaba por la calle Kensington de Londres, el semáforo se puso en rojo y pensé: ‘amarillo’, puedes pasar; ‘rojo’, alto, fuera del terreno». Fue crucial, en esa iluminación, la traumática experiencia de arbitrar, en el Mundial del 62, un Chile-Italia. El partido pasó a la historia con el nombre de la batalla de Santiago. En la necrológica que The Times le dedicó a Ken Aston, se recordaron sus palabras sobre aquel partido: «En Santiago me limité casi a contar los puntos de las maniobras militares del campo, mi función no recordó nada a las tareas de un árbitro». En tres ocasiones entró la policía al campo para asistir a Aston y pacificar a los jugadores. Expulsó a tres de palabra, que es como se echaba a un futbolista del campo entonces. Probablemente, también a los perros. Después de otro polémico partido, en el Mundial del 66, entre Inglaterra y Argentina, Astor no aguantó más y acabó innovando las tarjetas, completamente normalizadas para el Mundial del 70 en México.

Rápidamente se volvieron un arma poderosa y fascinante, como cuando Superman descubrió que volaba. Hasta entonces, los árbitros ejercían su poder a través del lenguaje oral, siempre tan plomizo y complejo. La tarjeta ahorró conversaciones. Sólo había que meter una mano en el bolsillo, y asunto zanjado. Sin tarjetas, expulsar producía cierta pereza, porque había que argumentar, y explicarle al jugador por qué debía marcharse del campo. Bla bla bla. A veces, muy pocas, no sólo al jugador. En 1939, en un partido del campeonato argentino entre San Lorenzo y Platense, uno de los jueces de línea señaló fuera de juego. El árbitro, un tal Forte, ignoró el banderín en alto de su compañero. Éste insistió, agitando intensamente el pañuelo, como si el fuera de juego equivaliese a un delito gravísimo, como el homicidio. A partir de ahí se inició una discusión entre el linier y el árbitro, que concluyó con Fortes expulsando a su asistente.

La tarjeta trajo cierto silencio al campo de fútbol. Ese laconismo que lleva consigo me recuerda mucho a un western, cuyo título soy incapaz de recordar, en el que el protagonista afirma que «yo no hablo mucho, y mi rifle sólo sabe monosílabos». La tarjeta, en especial la roja, es precisamente eso, un monosílabo, incluso una abreviatura de «animal, sal del campo, vete a casa, cena bien, sírvete una copa, haz el amor con tu pareja».

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En 1001 Experiencias | He venido a matarte en un córner

Comentarios

  1. Comentario by Tarjeta roja, perro | - junio 11, 2013 07:34 am

    [...] En la etapa que me dediqué a tiempo completo al periodismo, porque me moría de hambre y de sed, cada noche entraba en la redacción un guardia jurado pequeño, más o menos simpático, que contaba unos chistes que, al portar el tipo un Smith & Wesson del calibre 625, a mí me hacían mucha gracia. Se apellidaba Rivera, a secas. No necesitaba nombre. Tal vez ni siquiera tuviese. Cuando llegaba el fin de semana, aquel vigilante se convertía en árbitro de fútbol de regional. Era conocido en todos los campos de la provincia de Ourense como La Ley. Conocido, y respetado. Se hizo famoso tras una de las crónicas futbolísticas más disparatadas que he leído, en las que se daba cuenta de unos incidentes producidos en un encuentro que enfrentó al Muiños con el Cualedro. (Texto completo, aquí). [...]

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  2. Comentario by El cigarro de después - junio 12, 2013 01:03 pm

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