Saltar en paracaídas: la sensación de que puedes volar
A pesar de ser mi cumpleaños quería aprovechar la mañana de aquel sábado para dormir tranquilamente, pero el sonido del timbre me lo impidió. Tras la puerta, mis tres mejores amigos, que me instaron a vestirme rápidamente y salir de allí como si la casa estuviera en llamas. Me subieron a un coche y sin explicación alguna arrancamos hacia un destino desconocido para mí.
De nada servían mis preguntas, estaba claro que no sabría lo que iba a pasar hasta que llegase el momento. Durante el trayecto, familiares y amigos llamando para felicitarme, y yo sin saber explicarles cómo estaba celebrando mi gran día. De repente, estábamos entrando en un aeródromo y un letrero terminó por sacarme de dudas: ¡¡iba a saltar en paracaídas!!
Daniel Iglesias es un joven estudiante asturiano, que como coordinador y editor de Notas de Fútbol conjuga dos de sus tres grandes aficiones: escribir y el deporte. La otra es el placer de viajar, con todo lo que conlleva. La vivencia de todo tipo de experiencias es su mayor motivación para llenar los años de vida, y no la vida de años.
Sensaciones de lo más ambiguas se adueñaron de mí. La exaltación de la amistad por el gran regalo con las ganas de matarles por la encerrona. La excitación por la experiencia de la caída libre con el respeto y acongoje de la situación.
Tras rellenar el papeleo y firmar, ya sólo quedaba esperar nuestro turno. Conocí al instructor para mi salto, un hombre de Bulgaria al que lancé la pregunta que ronda la cabeza de todo primerizo: “Oye, ¿y si falla el paracaídas?”. Su respuesta fue de lo más tranquilizadora. Había saltado más de 5.000 veces, y sólo le había fallado en dos. Por supuesto, en ambas ocasiones el de repuesto cumplió su cometido.
Tras colocarnos los arneses y escuchar las diversas indicaciones del instructor, llegó el momento de subir a la avioneta. Era pequeña, y mi cabeza prácticamente iba tocando el techo. Una vez sentado y comenzando a arrancar, noté los tirones en mi espalda del instructor enganchando mi arnés al suyo. Enfrente mío, estaba uno de mis amigos. El ensordecedor ruido de la avioneta impedía prácticamente escucharnos a pesar de los gritos. Tampoco hacía falta, nuestras caras hablaban por sí solas.
Con la avioneta ya estabilizada a 4.000 metros de altura, llegó el momento. El paracaidista que me haría el reportaje fotográfico saltó, y yo me coloqué justo en la entrada de la avioneta. Sin duda es el momento que más te hace dudar sobre si hacerlo o no, pero ya no había marcha atrás. Con la ayuda del instructor te dejas caer y empieza la aventura.
Es un momento mágico. De la forma más repentina, cambias el gigantesco ruido de la avioneta por un par de segundos del silencio más absoluto. Como si estuvieras rompiendo una barrera en el espacio, en el tiempo. Y entonces, una sensación indescriptible se apodera de ti. Sé que suena a tópico, pero es algo que por mucho que intentes explicar, sólo te haces a la idea viviéndolo.
Aunque llevas a un paracaidista delante tuyo grabándote en vídeo, aunque tu instructor está justo pegado a tu espalda, es imposible escuchar nada que no sea el roce del viento en tus oídos. Cerca de un minuto de caída libre. El instructor, con dos breves toques en mi espalda, me hizo la señal. Ya podía soltar las manos de los tirantes y expandirlos como si fueran alas. Estaba cayendo a una velocidad de 200 km/h, y sin embargo tenía la sensación de estar suspendido en el aire.
Al principio te sientes desbordado por las sensaciones, pero terminas acostumbrándote, por decirlo de alguna manera, y es cuando incluso te fijas en el paisaje. Es una sensación de libertad máxima. Y entonces, se abre el paracaídas y con una fuerza bestial este tira de ti hacia arriba mientras los arneses se clavan en tu cuerpo. Y de nuevo, el silencio.
Es el momento de relajarse, si eres capaz. De disfrutar de unos cinco minutos de tranquilidad meciéndote por el aire, tras la descarga de adrenalina. El instructor me otorgó los mandos, y por unos instantes pude manejar el paracaídas. Tirar del derecho para hacer círculos hacia un lado. Tirar del izquierdo para hacer círculos hacia el otro.
Llegó el momento del aterrizaje, y por tanto de levantar las piernas, no fuera a partírmelas contra el suelo. De repente, la tierra firme me resultaba extraña. Y más aún con aquel tembleque de piernas debido a la tensión y la adrenalina. Había sido algo único. Una experiencia totalmente recomendable, y que desde que la pruebas provoca que crezca en ti un gusanillo, que te hace desear repetirlo una y otra vez.
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