Experiencia en Irak. Un viaje en moto a Mesopotamia
Recorro el mundo en moto siguiendo la Ruta de los Exploradores Olvidados. Intento encontrar el rastro de españoles poco conocidos que hayan pateado este inmenso planeta por afán de descubrimiento. A veces seguirles la pista no es del todo fácil, pero eso también supone vivir en primera persona una gran experiencia exploratoria. Aquí va el relato de mi viaje a Irak buscando las huellas de un español sobresaliente del siglo XIX, Adolfo Rivadeneyra. Si el Museo Arqueológico Nacional de Madrid tiene piezas mesopotámicas, como unas tablillas en perfecto estado, fue porque ese viajero incansable se las trajo en los bolsillos.
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
La antigua Mesopotamia es un destino de lo más interesante. Pero hoy no vivimos en los tiempos de Rivadeneyra, sino en los del Irak post Saddam y el terrorismo indiscriminado… ¿sería posible y seguro llegar hasta allí en moto? Dicen que el Kurdistán está estabilizado, que el gobierno mantiene la seguridad, que las cosas han mejorado mucho desde los últimos atentados en Erbil en los años 2004 y 2007. Sin embargo, a pesar de tan triunfalista propaganda, lo cierto es que la región vive un precario equilibrio. Turcos, sirios e iraníes no ven con buenos ojos el nacimiento de una entidad política kurda independiente. Y no digamos los terroristas suníes, deseosos de dinamitar toda normalización del país.
La cosa se empieza a complicar en inhóspito extremo éste de Turquía, allí donde el PKK, partido comunista kurdo, mantiene una guerrilla en las montañas. En mi camino por las terribles carreteras turcas de la región más pobre del país encuentro militares, tanquetas, controles. Sin embargo, nadie me molestó. Los gendarmes veían la moto acercarse al check point con ánimo curioso pero sin hostilidad. Un saludo y las barreras se abrían sin pedirme siquiera la documentación.
Diyarbakir es famosa porque tiene la segunda muralla más larga del mundo, rodea completamente la ciudad vieja. En la zona alta que se asoma al Tigris habitan los más miserables. Charlé con tres barrenderos que hablaban abiertamente de política. Sus postulados eran básicos pero claros: Turquía es el enemigo, les niega sus derechos y la democracia. Mientras conversábamos, se acercaron dos Honda Varadero de la policía. Temí que me preguntaran por qué estaba grabando con una cámara de vídeo. Sólo tenían curiosidad por la moto. Sonrieron y me enseñaron el pulgar en un signo internacional de aprobación. Los motoristas somos gente de otra raza y nos reconocemos en cualquier parte del mundo.
La frontera
El puesto fronterizo apareció a unos diez kilómetros de Silopi. La cola de camiones era kilométrica. El paso era la única vía de comunicación terrestre con occidente. La frontera iraní no es apta para el paso de mercancías occidentales por el embargo y la siria supone atravesar el avispero suní. Mi aparición causó estupor y alegría en los miembros del servicio secreto. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Desde dónde había venido? ¿Cuánto costaba la moto? ¿Era del Real Madrid o del Barcelona?
Meter la moto fue complicado. El Kurdistán pretende ser un Estado moderno, pero repite los viejos esquemas burocráticos de la zona. Lentitud y procedimientos incomprensibles. Un mecánico identificó marca, modelo, número de cilindros, chasis y matrícula. Me entregó un papel, pero cuando semanas después lo enseñé para salir hacia Irán, resultó que no era suficiente. No acabé de enterarme de qué faltaba o qué sobraba. Cuando resolví todo el papeleo ya era de noche. Decidí intentar dormir en pueblo de Zakho, que apenas dista diez kilómetros.
Intenté encontrar hotel. No había. Me vi de pronto dando vueltas por una población irakí con mil ojos siguiendo mi desorientado deambular. Con mi moto y mi ropa yo era un llamativo marciano allí. Empecé a pensar que tal vez no hubiera sido buena idea lo de seguir a Rivadeneyra hasta tan lejos. Cuando empezaba a desesperar, me abordó un joven. Dijo llamarse Jan, ser cristiano y querer ayudarme. Me alojaría en su casa. Montó en la moto y cuando empezamos a internarnos en las oscuras callejuelas del extrarradio se disparó el chip de la precaución que no pocas veces puede terminar en paranoía.
Pensé alarmado que a este chico no lo conocía de nada. Me había puesto en sus manos sin tener ninguna garantía de que fuera cierto lo que me decían. Irak es un país objetivamente peligroso. Sentí que no controlaba la situación, que no sabía a donde me llevaban.
Torcimos una esquina, abandonamos toda luz. El callejón era tenebroso y desierto. Detuve la moto frente a una cochera. Jan se bajó y llamó con toques quedos. Pensé que una vez metiera la moto, sería como si se me hubiera tragado la tierra. ¿Cómo estar seguro de nada en un país donde todo es desconocido? ¿Qué puntos de referencia tenía? ¿A quién conocía allí? ¿Quién en el mundo sabía donde estaba yo? El portón metálico se abrió lentamente. Mi pulso se aceleró. Del interior brotó una luz eléctrica. Y también una niña. Una niña de 7 u 8 años con enormes ojos verdes y una larga coleta.
Me miró con calma aunque debía estar tan sorprendida como yo. Entonces sonrió y me preguntó “How are you?” “I am very happy to be here” respondí, diciéndole la pura verdad. Y es que al ver esos ojos tan puros y la inocencia de su rostro infantil sentí que nada malo podía esperarme en el sitio de donde ella venía.
En ruta
Lo más llamativo de la carretera era la atroz deformación del asfalto. El calor unido al paso incesante de los pesados convoyes militares había dibujado un oleaje de alquitrán en el firme. Sin embargo, en el Kurdistán no quedaba ni rastro de los soldados norteamericanos. Los tipos que me salían al encuentro en los check points eran todos jóvenes kurdos vestidos con uniformes muy nuevos.
Se mostraban simpáticos y habladores. Me paraban continuamente y el trance se demoraba unos minutos entre preguntas inocuas, presentaciones y apretones de manos. Sólo querían charlar y hacerse fotos. Muchas fotos. “Mister, mister”, decían. Esa era la palabra. Yo era un “mister” y por eso no era terrorista ni amenaza para Kurdistán. Ser un “mister” era mi mejor salvoconducto.
Conduciendo hacia el sur iba dejando atrás carteles de tráfico con sugestivas indicaciones. Bagdad, Basora, Kirkuk… sin embargo, debía estar muy pendiente de aquella que indicase el desvío hacia Erbil. Los kurdos habían construido un ramal nuevo que evitaba el paso por la peligrosísima Mosul. El desvío estaba solo a 20 kilómetros del nido de serpientes.
Antes de entrar en la capital kurda tuve que superar un último check point. Me recibió un capitán que quería demostrar ante sus hombres que tomaba en serio su trabajo. Pidió toda la documentación posible. Yo estaba tranquilo. Sabía que al final todo era puro paripé. El capitán observó que faltaba un sello de aduanas. Me ordenó abrir las maletas. Algo que hice de buena gana y sonriendo. Lo mejor en estas situaciones es demostrar que nada te irrita, que tienes más tiempo que perder que ellos.
La ciudad vieja descollaba sobre una colina en mitad de la urbe. Los muros eran altos y magníficos. Subí hasta arriba del todo y me metí dentro. Estaba vacía. Abandonada, semiderruida aunque en proceso de restauración. El proyecto de rehabilitación era desmesurado. Resultaba increíble recorrer aquella ciudad muerta. El gobierno había desalojado a todos los habitantes para reconstruir el barrio y convertirlo en un museo que atraiga turistas.
Necesitaba dinero y el único cajero estaba en el Sheraton Building. Un bunker de lujo para occidentales cuya visita requiere pasar dos controles y un arco detector de metales donde me requisaron mi navaja suiza. Algunos ejecutivos yanquis, diplomáticos y tal vez también espías. Y yo, con mi uniforme negro de motorista. Pedí agua en la cafetería y me informaron de que la botella costaba dos dólares y medio. Me conformé con beberla del grifo.
Las montañas
Hacia el éste la región era montañosa, el corazón de la patria. Gargantas profundas, cimas peladas, carreteras estrechas, pistas de grava. Anochecía. Seguí avanzando por un oscuro desfiladero. Llegue a un puesto de control cuando la oscuridad hacia peligroso avanzar. Los peshmergas me invitaron a pasar a su garita a comer y beber té. El puesto era de piso de tierra y un agujero en una esquina hacia de desagüe. Les pedí permiso para dormir con ellos y entonces me dijeron que a pocos cientos de metros había un hotel. ¿Un hotel en mitad de la nada montañosa? Era el surrealista Pank Resort. Una instalación de villas y cabinas al estilo europeo.
Desperté en mi cabina. El horizonte estaba nítido y puro. Las montañas eternas, el sol intemporal, el azul infinito. El manager del complejo me comunicó que ese día venía el dueño. Quería conocerme. Fui invitado a su mesa. Era un kurdo educado, su inglés era muy bueno. Vivía en Suecia desde hacía tiempo. De allí había tomado el modelo para su surrealista complejo en el epicentro de la asolada serranía kurda, a tan solo 70 kilómetros de la frontera con Irán, una zona bastante conflictiva que no se prevé muy turística en los próximos años.
Él tipo estaba sorprendido de verme allí. Quiso saber la razón por la qué había viajado a Irak. No era una cuestión fácil de responder, así que le dije a él lo mismo que al capitán del control en Erbil cuando me hizo la misma pregunta.
—¿Usted ve las noticias en televisión?
—Sí, claro—contestó.
—Pues yo no—dije—. No me creo lo que dicen. Prefiero verlo por mí mismo.
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