Experiencias míticas

Los futbolistas tristes

Hay regates tristes, y paradas tristes, y pases tristes, y planteamientos tácticos que resultan, en general, una tristeza. Eso es así. No se necesitan pruebas. Tengo razón. El fútbol, como la vida, también posee un cierto sentimiento trágico. En no pocas ocasiones, resulta incurable. Si todo va mal, ni cuando marcas gol estás libre de sentirte abatido. Hay agujeros, digamos, que no se llenan con nada. Ni siquiera con un título. Mi fatalismo me provoca una extraña empatía hacia los clubs y los futbolistas apenados. Tal vez por eso soy del Atlético, y no puedo pensar en los mejores jugadores, como Pelé, o Cruyff, o Maradona, sin hacerlo al mismo tiempo en futbolistas que murieron de pena, como Abdón Porte o Hugh Kilpatrick Gallacher.

En esas circunstancias dramáticas, con el jugador, o el vestuario en general, maniatados frente a sus penalidades, es cuando por fin se parecen a una familia de verdad, como la tuya. En los tiempos modernos muy bien se tiene que dar todo para que la abuela no se sienta decaída, sin explicación aparente, o tu padre, o tu hermana, o tú, naturalmente, que al llegar cierta época sospechas que la vida es una mierda. Nada, ni siquiera el fútbol alegre, cambia esa percepción. Te cuesta mucho no pensar, para tus sucios adentros, que debajo del salario de un delantero se esconde siempre una tristeza que no se deja regatear. Y que, en el momento menos pensado, aflora.

Hace un par de años, la Asociación de Futbolistas Profesionales de Inglaterra dio un paso al frente y elaboró una guía para manejar los problemas de salud mental de jugadores y exjugadores. La muerte del entrenador galés Gary Speed había disparado las alarmas. Después de 500 partidos como jugador (Leeds, Everton, Newcastle, Bolton), se hizo cargo del banquillo del Sheffield United y, posteriormente, de la selección de Gales. Pero ninguna gloria pasada, ni presente, combate la tristeza. Antes de Speed, la depresión en el fútbol se había cobrado ya algunos titulares con el suicidio del portero de la selección alemana Robert Enke. Se presumía que sería titular en el Mundial de 2010, pero no llegó. Se arrojó a las vías del tren. El sindicato de futbolistas de la Bundesliga propuso, para todos los clubs de primera y segunda división, la contratación obligatoria de un psicólogo deportivo. «No vale un preparador mental que haya hecho un curso de cuatro semanas en la India», avisó Ulf Baranowsky, máximo responsable del sindicato.

En realidad, la existencia del jugador triste se remonta casi a los orígenes del fútbol. Es común citar la historia del centrocampista uruguayo Indio Abdón Porte. Nos remite a 1918. Hasta esa fecha, lo había ganado todo con el Nacional de Montevideo, pero una madrugada su corazón no encontró consuelo. El 5 de marzo, un empleado del Parque Central, el estadio del equipo, llegó por la mañana y divisó un bulto en el centro del campo. Cuando se acercó, y descubrió el cadáver de Abdón, huyó de allí gritando: «¡Ha muerto el Indio, el querido Indio! Está quieto en el medio de la cancha, en el medio del Parque. ¡Ha muerto Abdón Porte!, ¡Ha dado la vida por Nacional!». Todo era cierto. Estaba muerto y había dado la vida por su equipo. La camiseta del Nacional era parte de su cuerpo. Amaba al Nacional. Cuando se enteró de que el club pretendía traspasarlo, se pegó un tiro por Nacional. Fin. Todo resultó natural y atroz. Ese día había contribuido a la victoria de su equipo por 3 a 1 contra el Charley. Después de celebrar la victoria con sus compañeros, se subió a un tranvía y regresó al estadio, ya de noche. Y allí se suicidó. Junto a su cuerpo, se halló un sombrero de paja y dentro, dos cartas. Una iba dirigida al presidente de Nacional, que finalizaba con unos versos sentidos hacia el equipo: «Nacional aunque en polvo convertido / y en polvo siempre amante. / No olvidaré un instante / lo mucho que te he querido. / Adiós para siempre».

Hay pocas historias igual de tristes. Está también la de Hugh Kilpatrick Gallacher. Fue un de los mejores jugadores de Escocia. Nació en 1903. Entró en el fútbol profesional a los 17 años, y en su debut con el Queen of the South metió cuatro goles. Ese año se casó, tuvo dos hijos, perdió uno, y antes del tercer aniversario se divorció. Combinaba el buen futbol con la mala vida. Su debut con la selección nacional se produjo en 1924. En 1925 ficha por el Newcastle, y en su segunda temporada gana el título de liga, con 36 goles en 38 partidos. En los siguientes años no hay éxitos colectivos, pero él sigue metiendo el balón en la portería.

Medía 1,60 metros pero disponía de un juego aéreo letal. Jugaba bien las dos piernas. Su regate era la envidia del fútbol inglés. Sólo tenía un problema: se calentaba fácilmente y, de vez en cuando, agredía a los árbitros. Fuera del estadio, se le veía a menudo en los bares, tomándose una copa antes de los partidos. Los bares le gustaban especialmente, y antes de divorciarse, se hizo novio de la hija de uno de sus camareros de confianza. Cuando consiguió el divorcio de su primera mujer, que le costó 4.00 libras de la época, se casó con la hija del barman, que tenía 17 años. Se metió en problemas económicos. El Newcastle lo vendió al Chelsea. Las cosas no le fueron bien en el nuevo equipo, aunque en cuatro años se las apañó para hacer 81 goles en 144 partidos. Sus problemas de alcohol se agudizaron. En una ocasión lo acusaron de jugar borracho. Él lo desmintió, aunque la afición notó que trastabillaba más de la cuenta. Gallacher admitió que había usado whisky para enjuagarse la boca, alegando que ese día era su cumpleaños y necesitaba sacarse el mal sabor de boca que le había dejado la comida. Tras el Chelsea fichó por un equipo de tercera división, después por uno de segunda, y otra vez por uno de primera antes de recalar en el Gateshead, que militaba en la categoría más baja. A los 36 años se retiró con 463 goles en 624 partidos. Fuera del campo, la vida siguió yéndole mal. Murió su segunda esposa, se sumió en una depresión profunda y continuó bebiendo. En 1957 lo acusaron de maltratar a su hijo menor, Matthew, de 14 años, lanzándole un cenicero a la cabeza. El niño se escapó de casa. Los periódicos no tardaron en titular que abusaba sexualmente de él. No era cierto, pero le retiraron la custodia. En mitad de ese huracán, le confesó a un amigo: «No estoy en un buen momento como para pelear por mí. Me tienen contra la pared. Mi vida está terminada». Un día antes del juicio por los supuestos abusos, se arrojó a las vías por donde pasaba el Cork-Edinburgh Express. En el bolsillo guardaba una nota que decía: «Nunca me voy a perdonar por haber lastimado a Matti».

En 1001 Experiencias | He venido a matarte en un córner
En 1001 Experiencias | Muerte en el banquillo del Bernabéu