Experiencias míticas

La pretemporada te hace cosquillas

Todo va bien antes de empezar. Incluso cuando vas al casino, dispuesto a perder los calzoncillos si la ruleta de lo pide. Te puedes permitir el lujo de creer que las cosas saldrán a pedir de boca, según las has soñado, como un vulgar e incorregible optimista. Ojalá, piensas, siempre fuese pretemporada. Raramente te cesan antes de comenzar, o te suspenden de empleo, o las crónicas periodísticas subrayan tu baja forma. A estas alturas del año, hasta el fracaso parece algo remoto. Siempre tienes margen de maniobra. Roy Evans, uno de esos grandes entrenadores que casi siempre ha tenido el Liverpool, filósofos por otra parte, amaba por encima de todo las pretemporadas. «Me encantan los veranos –aseguraba–, porque nunca pierdes partidos». Sólo tienes que medirte con equipos a los que, jugando a la pata coja, con barriga, ganas por ocho goles a uno. Esos días de estío todo mantiene una armónica calma, como la playa a las siete de la mañana, cuando aún no la ha pisado nadie y casi podría servir de pista de patinaje sobre hielo.

En la vida, antes de ponerte a prueba, todo parece sonreírte. Pasa cada mañana, cuando las cosas marchan relativamente bien, hasta que te despiertas. Ese túnel que te conduce del letargo a la acción es lo más parecido al paraíso que nunca conocerás, a poco que seas un paria. Ni un reproche, ni una mala cara. Hace algunas semanas, sin ir más lejos, preparé un postre por el día de mi santo. Empleé dos horas en su preparación. Y cuarenta euros en ingredientes. No exagero si digo que la presentación, sobre la mesa, resultó impecable. Mis parientes, en este sentido tan cretinos como otros parientes, lo fotografiaron con el móvil, admirados. Se generó cierta expectativa, como tras la contratación de Ancelotti. Mi hermana se ofreció a realizar los honores. Tomó el cuchillo, cortó una ración, se llevó el primer bocado a la boca y lo escupió al plato con cierta urgencia, educadamente, con toda la educación, quiero decir, que permite un escupitajo. Todo había ido bien justo hasta ahí.

El primer partido de la temporada a menudo pronostica el último para muchos equipos. Mike Tyson lo decía a su manera, cuando subrayaba que «todo el mundo tiene un plan hasta que le sueltas la primera hostia». Hasta entonces, entretanto no comienza la liga, sin embargo, los días no son sino ese hermoso y fresco desierto al que acudimos a tomar las aguas. Nada nos impide engañarnos a nosotros mismos y defender que, por ahora, estamos empatados a puntos con Real Madrid y Barcelona. Es justo el momento, acaso el único momento, en el que advertimos claramente las virtudes del cero. Hasta los escritores, cundo tienen poco talento, saben distinguir el valor inconmensurable del folio en blanco, en el que todavía no se ha empezado a fracasar con estrépito. La pretemporada hace cosquillas, te proporciona libertad para construir castillos en el aire. Te da la cuerda, digamos, con la que más adelante –cuando la realidad, en plena efervescencia, te ponga en tu sitio– podrán ahorcarte en la vía pública. Pero incluso cuando estás con el nudo al cuello, nadie podrá quitarte lo bailao en pretemporada, cosa muy de apreciar cuando estás muerto, como es sabido.

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