Fútbol y política: la Eurocopa de 1964
Pocos fenómenos en la historia contemporánea tienen tanto potencial mediático como los grandes torneos de selecciones de fútbol. De manera consciente o inconsciente, la mayor parte de la población participa, durante la celebración de estas competiciones, en un proceso de colectividad compartida en esa comunidad imaginada a la que llamamos nación. Las banderas, las camisetas, los himnos, la identificación con el propio equipo, todo forma parte de un proceso en el que la nación se recrea y se comunica. Los medios ejercen de altavoz y los Gobiernos se apuntan las victorias. Si esto sucede en la actualidad, y los ejemplos son muy recientes, ¿qué no podía suceder en plena dictadura franquista, cuando España se impuso en la Eurocopa de 1964?
Las dinámicas actuales son menos obvias, aunque también más masivas y mediáticas, que las anteriores. En su día, el fútbol sirvió de auténtico analgésico nacional y de representación plena de la identidad española. La selección española de fútbol ganó su primer título en 1964, frente a la Unión Soviética, y el evento sirvió para reafirmar la condición victoriosa y duradera del régimen franquista. Así lo entendieron las altas instancias de la dictadura, y así lo transmitieron los medios de comunicación afines en los días posteriores al triunfo de Luis Suárez, Pereda, Marcelino y compañía. No hay que pensar en esto como algo remoto: si hoy en día las victorias de la selección española sirven de contrapunto optimista a la crisis económica y social en la que se sumerge el país, en su día ejercieron de poderoso filón propagandístico. La España que ganaba la Eurocopa y que se imponía al país comunista era la España del desarrollismo y del progreso económico.
La unidad como destino
La simbología era poderosa, y los medios de comunicación se emplearon a fondo para resaltarla. Merece la pena acercarse aunque sea brevemente a lo que contaban ABC y La Vanguardia, entre otros, el día después de la victoria para comprobar hasta qué punto los dos goles anotados en la portería de Lev Yashin no eran sólo dos goles. Implicaban el triunfo de toda una nación desde la perspectiva del régimen. Representaban la definitiva llegada a la modernidad de España, el lugar del que nunca debió salir y al que, ahora, Francisco Franco la devolvía una vez más. ABC abría la crónica del partido con un editorial que, entre otras cosas, decía:
Ante el equipo de la URSS, cuya roja bandera estaba izada en lo alto del estadio (…) una masa heterogénea de 120.000 españoles de todas las edades y clases tributó el domingo al Jefe del Estado una de las más sostenidas, fervientes y clamorosas ovaciones que registra su larga vida política (…) Al cabo de veinticinco años de paz, detrás de cada aplauso sonaba un auténtico y elocuente respaldo al espíritu del 18 de julio. En este cuarto de siglo, diríase que nunca había rayado más alto la intencionada y entusiasta adhesión popular al Estado nacido de la victoria sobre el comunismo y sus compañeros de viaje, de dentro y de fuera.
Fútbol y política quedaban una vez más entrelazados de manera íntima. El periódico, del mismo modo que hacía La Vanguardia en su particular visión del partido, destacaba antes que nada la adhesión de los españoles en torno a la figura de Francisco Franco. La idea subyacía durante el resto de la crónica: la victoria de la selección frente al histórico enemigo comunista del régimen, la Unión Soviética, sólo era posible si los españoles estaban unidos en su propósito. Se trataba de uno de los pilares ideológicos del régimen: la unidad de España como destino universal, el sentido de su existencia. ¿Y qué mejor modo que estar unidos que hacerlo en torno al líder de la nación, el garante de su unidad? Los medios de comunicación transmitían una idea de nación, del mismo modo que hacen ahora. Pero por aquel entonces transmitían la idea de nación oficial: la del franquismo. En la que insistía el periódico:
Por encima de sus espléndidos y evidentes valores deportivos, esta final de la Copa de Europa de Naciones tiene una extensa significación cívica y política que sólo los miopes empecinados pueden negar. España es un pueblo cada día más ordenado, maduro y coherente, que marcha solidario por los caminos reales del desarrollo económico, social e institucional. A esta luz clara y rotunda, la hostilidad de quienes desde el exterior continúan con el reloj de la historia parado cobra un tinte grisáceo y grotesco. España avanza unida en la labor y en el propósito. Es una ventura nacional.
La recurrente furia
Una España moderna, desarrollada a la luz del proyecto franquista. “Una ventura nacional”. Diríase que la victoria de la selección nacional casi respondía al propio progreso de la nación y no a las virtudes deportivas de los futbolistas, que aquí quedaban en un claro segundo plano. No obstante, había motivos para enorgullecerse de aquellos futbolistas: la generación más talentosa que había conocido el aficionado español hasta la llegada de la actual. Sin duda su fútbol era brillante y talentoso, y su trayectoria a lo largo del torneo había sido sólida. Pero en la descripción de sus virtudes, los medios también redundaban en un proceso nacionalizador: el fútbol español era furioso, corajido, ingenioso y pícaro. Era la viva representación del estereotipo, según sus escribas.
Por contra, los soviéticos basaban su riqueza en su poderío físico, en su fútbol industrioso, en su habilidad para hacer de “la masa” o “al coro” protagonistas de las victorias. Los españoles vivían del talento improvisado, irregular pero genial, de “el divo”. Lejos de lo que pueda parecer, esta transmisión de imágenes estereotipadas también contribuyen a afianzar la idea de nación. O al menos la idea de nación transmitida por la esfera oficial. Es también a la que el fútbol español se acostumbrará hasta la Eurocopa de 2008. La furia por encima de todo, la única virtud posible, los remotos ecos de Amberes 1920 y del gol de Zarra ante Inglaterra. Es posible que hubiera algo de esto en el fútbol de España, pero el talento de algunos de sus jugadores, Luis Suárez al frente, pasaba por irrelevante. España vestía de azul, lo demás resultaba secundario.
Este ejemplo es uno de tantos, pero sin duda el más evidente y evocador, de las ramificaciones políticas de los encuentros internacionales y de su poderosa simbología nacional. La victoria ante la Unión Soviética en 1964 sirvió para transmitir la idea de un país recuperado, sobrepuesto tras un cuarto de siglo de paz y de dura posguerra, ya al mismo nivel que el resto en el continente europeo y victorioso frente al tradicional enemigo del régimen: el comunismo. El deporte, de hecho, era algo secundario. Lo importante era España como nación. El gol de Marcelino sólo era la guinda, el colofón, el ejemplo de su recuperada grandeza. Y dada esta circunstancia: ¿hasta qué punto podemos trasladar este discurso a la actualidad? ¿Significó lo mismo el gol de Iniesta, aunque en un contexto muy diferente? Resulta plausible, porque el fútbol nunca ha dejado de ser una herramienta política de primer nivel.
En 1001 Experiencias | Todos hemos sido alguna vez el portero de Tahití
En 1001 Experiencias | Todo por la patria
En 1001 Experiencias | El partido de la muerte: el fútbol como mito y realidad
COMENTARIOS
1