Experiencias inolvidables

Peregrino por la Vía Francígena 6: cuando fui confundido por un vagabundo

Pero el camino sigue a pesar de los barrotes. Sigue la llanura aunque esta vez acercándome a los bosques y las primeras colinas que hacen que poco a poco se vayan adivinando las cumbres de los Alpes. Pero antes tendré que estar con Jacques quien me acoge en su casa en Chateauvillain, pueblo medieval y quien me invita a saborear una deliciosa infusión de menta con azafrán. Jacques quien dejó su trabajo en un banco para pasar cinco años de depresión y volar después hacia el mundo de las fantasías con maderas y piedras. Y a eso se dedica. Mientras yo duermo en la antigua biblioteca del pueblo, rodeado de pelucas y de trajes de atrezzo, ya que el cura, a quien los gendarmes le quitaron el carnet de conducir por ir bebido, no quiere saber ya nada de peregrinos.

Raúl Santiago Goñi es escritor. Se le conoce por sus aventuras laborales: diseñador de periódicos en el Caribe, redactor de proyectos de cooperación internacional, profesor de adolescentes y de universitarios en Universidades españolas y Latinoamericanas, creador de proyectos web y community manager… Creador de FRANCÍGENA VÍA, el que es su último pero no definitivo proyecto viajero. Podéis encontrarle en twitter como @francigenavia

Más monjas, algún escritor y mucha lluvia

Poco a poco, conforme me acerco a los Alpes, descubro más pasos de antiguos peregrinos, pero la soledad me sigue acompañando junto a mi mochila en estas campiñas extensas de la Champagne francesa. Soledad rota por encuentros fugaces como los del escritor danés que en medio de la taberna de un pueblito, se inspira con un café mañanero escribiendo sobre Napoleón mientras su mujer colombiana duerme en el hotel, antiguo palacio aristocrático. De él recibo consejos de escritor consagrado a escritor novel mientras terminamos nuestros cafés.

Llueve a mares en medio de no sé qué pueblo, sin bar pero con lavadero. Y allí me refugio comiendo unos cacahuetes antes de seguir hacia el Monasterio de las Benedictinas de Saint Loup Sur Aujon, quienes espero me rescaten de una más que probable pulmonía como no me seque lo antes posible. Pero no hay nadie. Ni nada. Hasta que de la misma nada sale una monja, Sor Chantal, de 77 años de edad. La monja más joven de las 12 que me acogen esa noche en el antiguo apartamento del cura. Cuyo lujo me hace pensar en el harén que pudo tener el susodicho cura en ese monasterio y en otros. Pero las monjitas se portan bien con el peregrino y le dan de cenar abundantemente mientras le hacen preguntas cuyas respuestas desembocan en discusiones entre ellas. Cual Jesucristo en medio de la tabla, observo, y callo, no vaya a salpicarme la discusión.

El herborista que luchaba contra su propio cuerpo

Una mujer del pueblo, de 70 años, que aún no sabe leer ni escribir, cosa que me sorprende enormemente, me da de desayunar en la mañana fría que me lleva hasta Langres, otra ciudad de la Champagne y desde la que por primera vez oteo los Alpes. De nuevo frío y dolor en la rodilla por un salto estúpido con Jacques. Tengo hinchada la rodilla y necesitaré descansar dos días en Langres. Tiempo suficiente para hacerme amigo del espíritu de Diderot, el creador de la Enciclopedia y que nació en Langres. Y de Jan, el peregrino holandés que trata de llegar a Roma con su bicicleta semieléctrica y sus 120 kilos de peso en el cuerpo. Lo curioso es que era herborista. Un tipo sano que fuma por mí y por todos mis compañeros que me estarán escuchando. Y como tiene miedo de perder el mechero, se agenció uno tamaño XXXXL en algún establecimiento chino de Holanda, su país natal.

Jan es bonachón, comilón y generoso tanto con la comida como con su locuacidad en un enrevesado inglés. Aún así logro entender que no hace la Vía Francígena en bici por salud sino porque sí. Porque le apetecía y punto. A pesar de ser desaconsejado por sus hijos y por sus dos amagos de infarto.

La rodilla se deshincha un poco gracias al Ketaprofeno que me da una camarera bretona de un restaurante de crêpes y galettes que se apiada de mí al saber que soy de Pamplona. Ella vivió en San Sebastián durante 5 años. Y tras beberme un café y un Mónaco (cerveza con sirope de cassis) salgo hacia Champlitte por la carretera, poco a poco sin forzar. Y debo parecerle un pobre peregrino a un cura que para su Twingo en medio de la carretera para invitarme a su coche. Cuando le digo que no, como alternativa quiere darme 20 euros para comida. Es la primera vez en mi vida que alguien me toma por un vagabundo, un nómada más que un peregrino. Tras solucionar el equívoco gracias a mi amor propio, me cuenta que forma parte de una comunidad francesa en la que los curas se casan y tienen hijos. Y mientras sigo andando en paralelo a la línea del tren de alta velocidad, pienso que no hay como salir de casa para conocer gente extraña y simpática.

Justo lo mismo que Pascal, el viticultor y bodeguero de Champlitte, quien me aposenta en su nuevo albergue para peregrinos de la Vía Francígena. El mismo que acoge en su casa a dos jóvenes del estado norteamericano de Oregon que trabajan para él en sus viñas a través del WWOOF, el programa de Internet que permite a personas trabajar en granjas a cambio de comida y alojamiento. Ellos en un francés con un profundo acento norteamericano, como no podía ser de otra manera, me cuentan sus experiencias mientras nos acercamos a una localidad vecina con la mujer de Pascal, para verle actuar en una obra de teatro en esa primaveral noche. Y es que en Francia, hasta los viticultores son poetas. O acaso, es poesía trabajar con las viñas.

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