Experiencias inolvidables, Firmas
40 días en el Atlántico: una odisea con olas de 6 metros y un samurai
Muchos llaman dar la vuelta al mundo a coger cinco vuelos y plantarse en cuatro continentes. Cualquiera da la vuelta al mundo hoy en día, pero ¿es eso una gran aventura, qué tiene de dificultad?
Víctor Alonso es un jóven emprendedor madrileño que reside en Buenos Aires, co-fundador de Mutocore Snacks, apasionado por los viajes y los deportes de riesgo, autor del libro de viajes “Cartas desde el Planeta Tierra” Ed. Manakel, presentador y guionista de la primera temporada del documental de viajes de TVE2 “Se Busca”, editor de Diario del Viajero y creador del blog El Nómada.
Siempre pensé que una verdadera vuelta al mundo debería llevarnos al menos a atravesar África por tierra y un océano en barco. Iba a cumplir treinta años cuando llegué hasta Ciudad del Cabo, Sudáfrica después de haber cruzado durante más de cinco meses África por tierra desde el Cairo, Egipto. Siete kilos menos en mi haber, un ataque nocturno de hienas en el Serengueti, un naufragio frente a las costas de Zanzibar, los ojos llenos de horizonte y sabana, de colores intensos, pero también de pobreza y mucha necesidad. Después de esa proeza creía que podía hacer cualquier cosa, me sentía imparable, un “James Bond” cualquiera…¿qué me podría ya detener en la vida? ¡Ahora necesitaba más retos, más emoción, más aventura!
Yo recordaba aquella máxima viajera que dice: “Si no crees en Dios, el tiempo y la mar te enseñarán a creer en él” Y válgame si el océano consiguió, no sé si hacerme creer más, pero si a rezar durante una intensa tormenta como un beato, como jamás lo hubiera hecho en toda mi vida.
Había dejado Madrid, la monotonía de los días clónicos hacía meses en busca de la libertad, abandonado todo para zambullirme en una vida llena de emociones. ¿Cruzar el Atlántico hasta Brasil? Qué diantres, tenía que intentarlo.
Me fui directo al puerto deportivo de Ciudad del Cabo, sin ser muy consciente de lo que iba a hacer. Tres horas después un japonés de sesenta y nueve años, enjuto, pequeño, realmente muy parecido a “Millagui” de “Karate Kid” y con cara de gran meditador, me aceptaba como tripulante para partir al día siguiente hacia Brasil. No podía creerlo, así sin más y sin conocernos, ambos aceptábamos ser compañeros de aventura. ¿Pero dónde me metía?
Cuando vi el tamaño del velero comencé a sentir algo más que respeto. Tan sólo doce metros de largo. ¿Pero dónde iba este hombre con esa nuez? ¿y si estaba loco? Las dudas comenzaron cuando la emoción del primer momento pasó, pero yo ya había decidido y no soy de los que se echan para atrás. Con el tiempo saqué las licencias de navegación hasta la de capitán, pero en aquel entonces, os prometo que era la primera vez que me subía en un velero.
Por favor, qué primeros tres días de mareo, aquello era una coctelera. Con el paso de los días, el mareo dejó de ser el problema y comenzó a serlo el mal tiempo y el japonés. El tío era un sumurai. Permanecía muchas horas con los ojos cerrados, casi no hablaba y cuando lo hacía repetía: “Oh beautiful sea” (oh bonito mar). Me racionaba la comida, haciendo uso en la cocina de un cuchillo del tamaño de una katana. Para rematar la faena, no me permitió ducharme durante 22 eternos días. Me quería amotinar.
Pronto un temporal me relajó los ánimos. La naturaleza te enseña lo pequeños que somos. Pensé que nos hundiríamos allí solos, el japonés y yo. Vaya muerte romántica ¿eh? De acuerdo, pero yo no quería emular a Lord Byron, eso se lo dejaba a otros. Así que me agarré al timón como si me fuera la vida, cuando olas de más de seis metros caían sobre nuestras cabezas una y otra vez. ¿Miedo? Eso no es nada, sobredosis de terror exponencial, de ese que te hace agarrarte a la vida a bocados. Ni mi familia, ni mis amigos sabían nada de mí desde hacia semanas, en la soledad absoluta luchábamos por sobrevivir a la ferocidad de aquel océano encabritado.
Me repetía una y otra vez: “vamos Víctor, después de la tormenta llega la calma”. Y llegó sí, gracias a Dios, pero después de cuatro días agónicos.
La relación con el japonés continuó siendo peculiar, por llamarlo de algún bonito modo. Pero no todo iba a ser sufrimiento en un viaje tan apasionante. Pude visitar varias recónditas islas. Primero arribé a la isla de St. Elena donde Napoleón Bonaparte fue desterrado y falleció en 1821. Seguidamente a varios días de navegación estaba la isla de Ascensión, base militar compartida en una joint venture entre ingleses y americanos. Y el plato fuerte me quedaba para el final: la isla de Fernando de Noronha, la más paradisiaca de Brasil y sin duda una de las más espectaculares del mundo.
Fue el descanso merecido del guerrero, antes de pisar continente americano después de cuarenta días de navegación. La última travesía fue un mero trámite hasta Recife. En mis retinas descansaba ya el océano Atlántico, a veces dócil y en ocasiones salvaje, como una amante impredecible…
Imágenes | Víctor Alonso
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