Hace ya muchos años que cineastas de la talla de F.W. Murnau o Tod Browning nos regalaron tétricas y aterradoras visiones sobre el mito del vampiro a través del no-muerto más famoso de la historia. El monstruo y la maldad en la primera y el gentleman en la segunda conforman parte de la fascinación que un vampiro produce en el espectador. Fue a finales de los 50 y gran parte de los 60 cuando se explotaron las vertientes sexuales del asunto, convirtiendo al vampiro en una máquina sensual y sexual —una sexualidad puramente animal—. A Terence Fisher, uno de esos maestros desconocidos, le debemos todo lo que el vampiro es hoy día, incluidas series de televisión como la excelente ‘True Blood’.

Christopher Lee perturbó a todos cuando en su segunda incursión sobre el personaje de Drácula —tardó ocho años en volver a ponerse los colmillos porque no quería que lo encasillaran— en el perfil por excelencia de la figura vampírica, un animal sediento de sangre y sexo que no pronunciaba ni una sola palabra. Todas las atrevidas secuencias tórridas que bañan la serie creada por Alan Ball tienen un origen, la inquietante secuencia en la que Drácula da de beber sangre a una de sus víctimas, una bella mujer, directamente de su pecho. El éxtasis sexual a través de la violencia y la sangre.

Viven de noche, con tendencia a la inmortalidad y todo lo que ello conlleva, son carnívoros y poseen un gran deseo y potencia sexual. Su eterna soledad los convierte en figuras románticas por excelencia. Lo tengo muy claro, siempre quise ser un vampiro aunque tuviera que correr con el peligro de que algún día me topase con un listillo y su estaca. Dados los boletos con lo que se está haciendo el ser humano para considerarlo el ser más repugnante del planeta, seguro que la experiencia merecía la pena.

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