Todo puede comprarse: excentricidades de los millonarios a lo largo de la historia (II)
Todos consideramos nuestro hogar como el reposo del guerrero, nuestro templo, nuestro Sanctasanctorum. Pero hay gente con posibles que convierte en su casa en expresiones megalómanas y desquiciadas de los guarismos expresados en su cuenta corriente.
Imaginaos una casa en la que podáis apreciar las exquisitas maderas que constituyen diferentes partes del mobiliario, el suelo, las paredes, el techo y otros elementos decorativos. La yema de vuestros dedos acariciando el palisandro de Brasil, el ébano de Macasar, el limonero de Ceilán. Y, por supuesto, la caoba de vuestro escritorio, esa madera noble que se vuelve oscura al envejecer, como los paneles de los vagones del mítico Orient Express.
Sergio Parra es periodista y escritor. Divulga ciencia en Xataka Ciencia, Quo, Conec y Mètode, hace crítica cultural en Papel en Blanco. También colabora con Editorial Planeta y asesora científicamente a RBA coleccionables. Es autor de varias novelas y relatos y próximamente publicará su primer libro de viajes en Editorial Martínez Roca, así como una biografía de Michael Faraday para RBA. Podéis seguirlo en twitter en @SergioParra_
Imaginaos lo que alguien podría construirse para vivir si dispone de los suficientes recursos económicos.
Casas privadas muy, muy caras
La casa privada más grande jamás levantada en Norteamérica es Biltmore, situada en las colinas de los Apalaches en Carolina del Norte. Fue el edificio más caro de su siglo, incluso triplicando los costes de la Torre Eiffel (empleó el cuádruple de trabajadores en su construcción). Concretamente está en One Lodge Street, en la ciudad de Asheville. Su dueño fue George Washington Vanderbilt.
La casa de marras tiene 12.500 metros cuadrados de superficie y 250 habitaciones. Su estilo arquitectónico se inspira en los castillos renacentistas del Valle del Loira francés. Tiene su propia iglesia, hoy conocida como la Catedral de Todos los Santos. Alrededor de la mansión también se extienden gigantescos jardines de diseño y bosques naturales. Entre los invitados notables de la finca a través de los años destacan el novelista Henry James, Bill Gates, el Príncipe de Gales, y los presidentes McKinley, T. Roosevelt, Wilson, Nixon, Carter u Obama. En 1964, fue designado como Monumento Histórico Nacional.
En un intento por combatir la depresión económica impulsada, Cornelia Stuyvesant de Vanderbilt, y su marido, John Cecil Amherst, abrieron Biltmore al público en marzo de 1930. Los visitantes pueden disfrutar de la piscina cubierta, de la pista de bolos, del gimnasio, de la enorme biblioteca, de salas llenas de obras de arte, así como innovaciones tecnológicas del siglo XIX, tales como ascensores, calefacción, relojes con control centralizado, alarmas de incendio, etc. La finca sigue siendo una importante atracción turística en el oeste de Carolina del Norte y cuenta con casi 1 millón de visitantes al año. Los terrenos y la casa Biltmore han aparecido en películas como Hannibal (2001), Patch Adams (1998), Forrest Gump (1994) o El último mohicano (1992).
La razón de que pudiera construirse una casa privada tan gigantesca es de índole socioeconómica. Entre los años 1850 y 1900 tuvo lugar la llamada Edad de Oro para Estados Unidos: el número de millonarios pasó de 20 a 40.000. Éste y otros ejemplos de megalomanía tenían lugar porque el impuesto sobre la renta no existía aún en Estados Unidos. Catorce de los millonarios más ricos de la historia de la humanidad fueron estadounidenses nacidos en un lapso de nueve años a mediados del siglo XIX. Entre ellos, John D. Rockefeller (con una riqueza estimada superior al rey Nicolás II de Rusia o al faraón Amenofis III), Andrew Carnegie o William Henry Vanderbilt.
En Gran Bretaña, hasta que no se aprobaron impuestos sobre la renta, sobre las plusvalías o sobre dividendos o intereses, la gente podía amasar el dinero de forma grotesca: el tercer conde de Burlington, por ejemplo, era propietario de diecisiete mil hectáreas de fincas en Irlanda… pero jamás llegó a visitar el país.
Otro caso hiperbólico es el Hearst Castle. El escritor George Bernard Shaw ya había manifestado a propósito de aquel paraíso que <<es el lugar que Dios habría creado si hubiera tenido tanto dinero como Hearst>>. Y es que tanto en el exterior como en el interior del Hearst Castle se percibe a la legua un cacofónico mestizaje estético que parece impregnarlo todo: motivos griegos mezclados con motivos egipcios, romanos o medievales. No en vano, su dueño fue uno de tantos coleccionistas adinerados de la América del siglo XIX y principios del XX que construyeron suntuosas casas decoradas con elementos arquitectónicos y arte europeos. Pero el dueño de Hearst Castle lo hizo a lo grande: adquirió la cuarta parte de todas las obras de arte que salieron al mercado.
Ocupando una extensión de 160 kilómetros cuadrados, el Hearst Castle cuenta con 56 habitaciones, 61 baños (tiene más baños que habitaciones, yo también me he dado cuenta), 19 salones, acres de jardines interiores y exteriores, piscinas, pistas de tenis, un cine, un aeródromo y el zoológico privado de mayor envergadura del mundo. Una suerte de Neverland, el rancho-parque de atracciones que habitaba Michael Jackson; que también es capaz de almacenar obras de arte tan extravagantes como el esqueleto aquejado del síndrome de Proteo de Joseph Merrick, El Hombre Elefante.
Con todo, recientemente se ha construido la que probablemente sea la residencia privada más cara del mundo, aunque no está en Estados Unidos sino en Bombay, en la India. La llamada Torre Antilla pertenece al hombre más rico del país, Mukesh Ambani, y su precio es de mil millones de dólares.
Dispone de 27 pisos, 3 helipuertos, garaje para 160 vehículos, piscina, cine, bolera y hasta unos jardines colgantes que imitan a los de Babilonia. Sin embargo, Mukesh todavía no se ha mudado a su nueva casa: al parecer ha sido construida violando los preceptos de construcción del Vastu Shastra (una especie de Feng Shui indio que obliga a acogerse a determinados diseños y ordenación de la casa para que esté en consonancia con las fuerzas del universo). Qué mala pata. Vamos a entonar todos un canto de solidaridad y pena infinita.
Gobernantes sumamente caprichosos
Sin duda, Saparmyrat Ataýewiç Nyýazow (el primer presidente de la República de Turkmenistán independiente desde 1991) ha desarrollado hasta el paroxismo el síndrome de Hubris, que según el psicólogo David Owen suele manifestarse en los políticos después de un tiempo en el gobierno: uno de sus primeros síntomas es que el político se cree elegido para guiar los pasos de un pueblo.
Hasta las personas más humildes y honradas, tras un tiempo en el poder, pueden quedar a merced del virus del Hubris, tal y como le pasó al emperador romano Claudio, que se caracterizaba por su magnanimidad y su preocupación por sus súbditos, hasta que empezó a obsesionarse con la idea de que los demás pudieran reírse de su tartamudez y su aerofagia. La solución que halló Claudio fue impulsada sin duda por el Hubris: por mediación de su médico personal, Jenofonte, promulgó un edicto que obligaba a sus cortesanos a tirarse dos ventosidades por cada una que dejara escapar él. A partir de este edicto, tal y como señala Suetonio en Los doce césares, Claudio empezó a encapricharse cada vez con más cosas.
Lo mismo le sucedió a otro emperador romano, Marco Antonio Casiano, que se enfrentó de esta forma con las facciones críticas del Senado: Sé que no os gusta lo que hago, pero por eso poseo armas y soldados, para no tener que preocuparme de lo que penséis de mí. Calígula nombró senador a su caballo. El general y presidente de México Antonio López de Santana, autocalificado como el nuevo Napoleón, hizo enterrar su pierna amputada con honores de funeral de Estado. Jahangir, gran mongol de la India (1569-1627), que tenía un harén compuesto por 300 esposas, 5.000 mujeres sirvientes y 1.000 jóvenes que satisfacían todos sus caprichos.
Caprichos como los de Amin Dada, Bokassa, el doctor Banda, Mobutu, Sékou Touré (que, por cierto, fue payaso de profesión antes que dictador), Haile Selassie o los guineanos Macías y Obiang Nguema. Por ejemplo, bajo el régimen de Bokassa se apaleaba a niños públicamente. Los gastos personales de Mobutu suponían el 20 % de los presupuestos del Estado. Haile Selassie mantuvo la esclavitud hasta la década de 1940 y bajo su régimen las investigaciones judiciales se practicaban mediante adivinación.
Ante tanto dislate egomaníaco no es extraño que los romanos, muy sabios ellos, usaran un método un tanto curioso para que la modestia no abandonara nunca a los generales victoriosos. El servus publicus era un esclavo que los acompañaba allá a donde fuesen, susurrándoles al oído la frase: Recuerda que eres mortal.
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