Experiencias míticas

Todo por la patria

La portería es tu casa. No es muy grande, ni lujosa, pero a ti te gusta. A veces crees que podrías perderte dentro de ella, como si fuese un laberinto. Recibes visitas a menudo, esa clase de visitas, cuando se presentan los delanteros y también los centrocampistas ofensivos, que te amarga recibir. Ni siquiera llaman antes de entrar. En el fondo, el delantero centro, es un pariente próximo, listillo y aborrecido. Naturalmente, tú te defiendes con todo: manos, piernas, pecho, cabeza, culo. La portería representa un santuario, como tu sofá preferido, tu esquina en la barra del bar, o el abrazo de tu pareja. Cuando eres portero, estás dispuesto a todo para defender el arco. Es inviolable. Le negarías el acceso a tu madre. Los guardametas son de esa clase de gente que no tiene madre, nunca la tuvo, simplemente un día fue arrojada a un cubo de la basura, como el guardaespaldas de Dutch Schultz, el gánster de Cotton Club. Todo lo que hagas te parecerá poco para impedir el gol. Williams Henry Foulke debutó en la portería del Sheffield United en 1893, y desde entonces nadie llegó tan lejos en la custodia del arco. Medía 1,90 metros, y en sus mejores momentos pesaba 150 kilos. Después de tres años en el Sheffield, debutó en la selección inglesa. En 1905 fichó por el Chelsea, el primer equipo en utilizar recogepelotas para ahorrarle caminatas al portero. Foulke, en su obsesión por conjurar el peligro, fue uno de los primeros porteros en patear el balón más allá del medio campo. Al final de su carrera, cuando las cosas pintaban mal para su equipo, aprendió a colgarse del travesaño para romperlo en dos y obligar a la suspensión del partido. La portería es tan sagrada que a veces no tienes más remedio que destruirla.

La Historia también nos regala casos en los que la destrucción es un conjuro contra un fantasma que te persigue toda la vida. Hasta que no aguantas más. Moacir Barbosa era el portero brasileño de la final del maracanazo, y aguantó mucho. Insultos, vejaciones, en fin, la acusación de haberle arrebatado a su país un campeonato que le pertenecía. Aquel Mundial tenía que ser para Brasil, y para nadie más. De hecho, la banda de música que debía interpretar el himno del ganador, ni siquiera tenía la partitura del himno de Uruguay, que recogió la copa a secas, sin acompañamiento. Pero un día, el portero que recibió el gol definitivo de Ghiggia, no aguantó más. Ese día fue en los años ochenta. En vísperas de la remodelación del estadio Maracaná, el administrador le regaló a Barbosa la portería del fatídico partido, de recuerdo. Como si Barbosa necesitase recordar. En un gesto audaz, exorcista y feliz, el portero convocó a su casa a los amigos que le quedaban, y sin discursos, ni himnos, le prendió fuego a los postes. A continuación, con las brasas, hizo una barbacoa.

Nunca sabes de dónde vas a obtener una ventaja. El 1 de abril de 1998 el Real Madrid hizo el ridículo mundial durante las semifinales de la Champion League contra el Borussia de Dortmund. La portería se vino abajo antes de empezar el encuentro. El inicio se demoró más de una hora, hasta que unos empleados del club aparecieron con una de repuesto, que trajeron desde de la Ciudad Deportiva. El caso es que ese año el Real Madrid ganó la Séptima. Da que pensar.

Personalmente, durante una brevísima etapa de mi vida, en la que pensé que el fútbol era tan importante como salir por la noche, llegué a citarme con una chavala al pie de la portería, los días de partido. Aquellos encuentros de juveniles eran lo suficientemente inofensivos como para hacer de portero y pegarte unos morreos, mientras el resto del equipo, de resaca, buscaba el balón en el medio del campo, como si fuese un alfiler. Raramente se disparaba a puerta. Respetaban tus morreos, aprovechando que ninguno, en realidad, sabíamos jugar al fútbol. Lo mío era poca cosa, he de confesar. Toñito García, en la portería contraria, sobrellevaba aquel juego inane, en el que no se pasaba de medio campo, fumando Camel Light, apoyado en un poste, como el portero de una discoteca la típica noche que no sale nadie. Esa era la clase de portero que me hubiese gustado ser a mí, pero mi novia no me dejaba fumar.

Cuando el área es un solaz, como una tarde de playa, puedes darte muchos placeres, además de morrear o fumar rubio. A Jaime Gómez Tubo Munguía, portero del Chivas Rayadas de Guadalajara (México), le gustaba leer. El apodo de Tubo le venía de los días que practicaba voleibol, cuando un periodista escribió en una crónica que le pegaba al balón como si le diera con un tubo. En un encuentro de máxima rivalidad contra el Atlas, muerto de aburrimiento, se sentó a leer una revista, apoyado en el poste derecho.

Cuando conviertes la portería en tu oficina, te sometes a los riesgos de toda la clase trabajadora: la pereza y el cansancio. Ahí está la historia de Carlos El Loco Fenoy, mítico portero de Newell´s Old Boys (Argentina). Durante sus entrenamientos más desganados, se limitaba a clasificar los balones que le lanzaban los compañeros en dos grandes grupos: parables e imparables. No se movía, sólo clasificaba: «parable», «fuera», «palo», «imparable»… Si alguien le reprochaba algo, ponía cara de intelectual, y decía: «Hoy, teoría».

La portería, en cierto sentido, también es una patria secreta, como la infancia o el bar. Tal vez por esa razón, en algún momento de sus vidas, la custodiaron individuos como Dalí o Julio Iglesias. Incluso Nabokov. ¡Nabokov, señores y señoras! «Me apasionaba jugar de portero –aseguraba–. En Rusia y los países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación. No acabé un último partido, en 1936, porque recobré el conocimiento en un cobertizo desvanecido por un puntapié, pero todavía apretando la pelota». Así defendía Nabokov su portería: a toda costa. Cualquier sacrificio parece poco cuando llevas el número uno en la camiseta. Recuerdo que Jorge D´Alessandro perdió un riñón por un encontronazo con un delantero. Y no sólo acabó aquel partido, sino que después de la operación, siguió jugando. Si madre sólo hay una, pero no la reconoces cuando estás bajo los palos, con más razón desprecias un riñón. Te queda otro.

Naturalmente, cada maestrillo tiene su librillo. Tal vez recuerden a Bruce Grobbelaar, aquel guardameta sudafricano del Liverpool. Poseía un extrañísimo libro. En 1984, la formación inglesa se presentó en la final de la Copa de Europa ante la Roma. El tiempo reglamentario acabó con empate a un gol. Hubo tanda de penaltis. Los italianos empezaron bien. Pero cuando se mascaba la derrota, emergió el estrafalario Grobbelaar, agitando el librillo. Primero, simuló comerse la red de la portería como si fuesen espaguetis a la carbonara, lo que provocó el fallo de Conti. Cuando llegó el turno de Francesco Graziani, el guardameta ejecutó un baile ridículo bajo los palos, y también el delantero romano falló, no menos desconcertado que Conti. Kennedy no perdonó en el siguiente lanzamiento y dio la cuarta Copa de Europa al Liverpool.

Nunca hay que fiarse de un tipo con librillo. Puede salir por cualquier lado. Todavía me río cuando Javier Clemente, aquel 24 de abril de 1996, se volvió al banquillo de la selección española, buscando un sustituto para Juanma López, que acababa de lesionarse. España disputaba un amistoso contra Noruega. Clemente estudió bien a los suplentes y experimentó cierta desolación. Pero apeló a su librillo. Reparó en el portero suplente, que todavía no había debutado con la selección nacional, y le ordenó: «Molina, al campo». Y así fue como José Francisco Molina, guardameta del Atlético de Madrid, defendió en su estreno la portería de España: jugando de lateral izquierdo. Todo sea por la patria.

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Comentarios

  1. Comentario by Javier Martin - mayo 29, 2013 11:43 pm

    A Barbosa nunca se le perdonó en Brasil por el Maracanazo. Tanto es así que llegó a declarar: “la pena máxima en Brasil por un delito son treinta años, pero yo he cumplido condena durante toda mi vida por lo que hice”.

    En aquella portería de repuesto marcó Karembeu su mítico punterazo. Da que pensar, sí.

    Otro que jugó de portero durante su juventud fue Albert Camus. Afirmaba haber aprendido mucho en la portería, sobre todo que la pelota nunca viene por donde uno piensa. Igual que mucha gente.

    Te felicito por el texto, Juan. Fantástico.

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    1. Comentario by Juan - mayo 30, 2013 01:07 pm

      Muchas gracias, Javi. Qué pena haberme olvidado de Camus.

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  2. Comentario by Carlos Domínguez - mayo 31, 2013 05:52 pm

    Me ha encantado la lectura, yo que jugaba de portero no podía sentirme mejor. ¡Gracias!

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