Experiencias míticas

El espía que siempre amé

Hace ya más de diez años leía una crítica sobre la magnífica ‘Ocean´s Eleven’ (id, Steven Soderbergh, 2001) en la que el autor aseguraba sin temor a equivocarse que los protagonistas llevaban una vida digna de envidia, que todos quisiéramos ser alguno de ellos. Estoy completamente de acuerdo, el glamour, la desvergüenza y la aplastante seguridad de alguno de los personajes sumado a su estilo de vida es algo que a mí al menos me pone, me pone mucho. También quise ser un jedi, un arqueólogo aventurero, un superhéroe, y cómo no, un espía. ¿Quién no ha soñado alguna vez con tener licencia para matar? Suena exagerado, pero tal y como rezan en la interesante ‘Harry el fuerte’ (‘Magnum Force’, Ted Post, 1973), no hay nada de malo en disparar a la gente adecuada. Sin embargo ser espía no significa sólo tener total impunidad para quitar una vida.

No hay duda de que al decir espía todos pensamos en James Bond, o lo que es lo mismo, 007, sin duda el espía más famoso tanto de la literatura como del séptimo arte, y aunque no soy fan devoto de la serie —me gustan pocas películas de la saga y el resto llega a ser una pérdida de tiempo— no hay duda de que la vidorra que se pega Bond, con todos sus peligros, es de ensueño. A lo largo de más de 50 años, Bond se ha ido adaptando a los tiempos según estos iban cambiando, a veces conservando parte de su clasicismo y elegancia, a veces no. Y casi siempre han sido éxitos taquilleros excelentes. En todas y cada una de las películas, sean malas o no, existe algún elemento que despierta nuestros más ocultos deseos de ser como él. La atracción de lo prohibido, la erótica del poder.

Aunque Ian Fleming creía que el mejor Bond posible era Cary Grant —la elegancia personificada— la elección de Sean Connery fue una de las decisiones más acertadas de casting de todos los tiempos. Con una pose y un cinismo muy brittish —¿o habría que decir scottish debido al origen del actor?— Connery encajaba en el personaje como un guante, y aunque logró no encasillarse con el mismo su imagen estará siempre e irremediablemente ligada a la figura del agente secreto. Suyas son las mejores aventuras de 007, con el plus de ser las primeras, en las que todo un mundo nuevo se abría delante de nuestros alucinados y envidiosos ojos. Ursula Andress saliendo del mar, Goldfinger, un Aston Martin que apareció en cuatro entregas más, y lo mejor de todo, un leit motiv compuesto por John Barry que bien podría sonar en los mejores momentos de nuestra vida, aquellos en los que necesitamos crecernos. ¿Quién coño no desearía ser espía?

Con Roger Moore —lo de George Lazenby es mejor olvidarlo, aunque en su única incursión suena la mejor canción jamás compuesta para la serie— el personaje, ya de por sí increíble, es convertido en una especie de superhéroe dejando algunos de los momentos más ridículos de toda la saga. Timothy Dalton tiene un curioso aspecto desaliñado que parece emparejar a Bond con Indiana Jones —personaje nacido gracias a la admiración de Lucas y Spielberg hacia el agente británico— pero desgraciadamente no terminó de cuajar. Pasaron los años y Pierce Brosnan recupera el personaje como nunca aunque las películas dejan mucho que desear. De repente y tras cuatro films, Brosnan desaparece y hace acto de presencia esa bestia parda llamada Daniel Craig, que compone, después de Connery, el mejor Bond visto en una pantalla. Con él Bond se vuelve más humano y con ello está más cercano del espectador. Y no sólo eso, sino el empuje definitivo para no dejar de creer jamás en quiénes somos y de dónde venimos.

Aunque ya no somos aquella fuerza que en los viejos tiempos removía cielo y tierra seguimos siendo lo que somos. El mismo temple en nuestros heroicos corazones, debilitados por el tiempo y el destino, pero de férrea voluntad, para luchar, para buscar, para encontrar y para nunca rendirse.

¿Pero y si dejáramos de soñar con utópicas personalidades? Bond es demasiado perfecto para ser o parecer real y entonces tendríamos que pensar por ejemplo en Richard Burton en la magnífica ‘El espía que surgió del frío’ (‘The Spy Who Came in from the Cold’, Martin Ritt, 1965), alejada por completo del tono de la saga Bond. La sonrisa se borra de nuestra cara cuando vemos que el trabajo de espía no tiene nada de glamour, uno no se pega la vida padre ni se tira a la tía más espectacular del planeta. Es algo completamente distinto, más real, más verdadero y más triste. Las razones para uno de los trabajos más peligrosos que existen suenan en boca de Burton como un puñetazo sin piedad a la conciencia de todo ser humano. La crueldad de esta puta vida en un gélido blanco y negro destrozando cualquier tipo de sueño.

End, the end.

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Comentarios

  1. Comentario by Natxo Sobrado - septiembre 06, 2013 12:00 pm

    La vida del espía de traje frente al espía rudo. No sé si aguantaría esa vida porque me pillarían al segundo jaja pero lo que sí sé es que podría estar viendo todas las pelis con este tipo de personajes (siempre que no sean un bodrio, claro).

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