Una danza nauseabunda
Nuestro país se ha convertido en un circo de varias pistas que ha dejado ya de ser divertido. La función principal, que cuenta con un gigantesco arsenal de fuegos artificiales, se abrió el 19 de enero de este año, cuando el diario El Mundo anunciaba que Luis Bárcenas, gerente y después tesorero del partido popular —más de dos décadas en el aparato del partido—, había pagado durante años sobresueldos en negro a parte de la cúpula del PP.
Las reacciones, que no se hicieron esperar, dejaron en evidencia que en el partido hacía tiempo que no practicaban el método Stanislavski. Decencia, honradez y extraordinario trabajo fueron algunos de los epítetos que dirigentes de la formación usaron para describir al extesorero. Mariano Rajoy, en su papel de estrella venida a mucho menos, miró a la cámara con gesto de indisposición, guiñó el ojo más de lo debido y afirmó: «Nadie podrá probar que no es inocente». Aquel bumerán está hoy impactando de lleno y a cámara lenta —miles de fotogramas por segundo, para deleite del respetable— sobre su rostro.
Aquel 19 de enero comenzó la función, pero el plato fuerte no llegó hasta el 31 de enero del mismo mes, cuando el diario El País publicaba las 14 fotocopias de los «papeles de Bárcenas». Se imaginan la escena nacional: fanfarria, redoble de tambor y cuchicheos en la grada, entre un público emocionado y comedido, en una escena de colores vivos que podría haber formado parte de El mayor espectáculo del mundo, la gran película sobre el circo que dirigió Cecil B. DeMille en 1952.
El Partido Popular sintió que había llegado la hora de la verdad y, para no fallarle al respetable, desplegó el arsenal con todos sus trucos: negarlo todo, ampararse en excusas ridículas que posteriormente fueron desacreditadas por la Policía, disparar al mensajero, o al pianista, presentando una querella contra un medio de comunicación. Rajoy estaba dando lo mejor de sí, su silencio, y en un gesto benevolente nos dejó disfrutar de la presencia estelar de Carlos Floriano como estrella invitada. Junto a María Dolores de Cospedal, el trío de Goodfellas estaba listo para un gran blockbuster político. El derroche de talento ha sido tal que incluso el típico secundario apocado, Alfonso Alonso, se ha apuntado a un ejercicio de filibusterismo parlamentario que resulta especialmente aterrador teniendo en cuenta que estamos a 2013 y no a 1978.
Aunque si hubiera que recurrir a una película que mostrase la ofuscación, la pérdida de norte y la esquizofrenia colectiva en la que vive sumido nuestro país desde el 19 de enero, la elegida sería Danzad, danzad malditos (Sydney Pollack, 1969). La película, que encierra una fuerte crítica contra las situaciones de pérdida de dignidad que se generan en un entorno de crisis económica (la Gran Depresión estadounidense), puede ser interpretada también como una expresión de la espectacularización de la sociedad llevada a lo enfermizo. Que es, justamente, España hoy.
En una de las escenas más moralmente horribles de la película podemos ver a los protagonistas, absolutamente exhaustos, en unos asfixiantes planos contrapicados danzando sin parar. Una vuelta y otra vuelta alrededor de sí mismos, un acto inútil que provoca la risa y el comentario eterno de un público ajeno que consigue poco más que reír como hienas. Danzan y danzan, casi hasta la muerte, por unas pocas monedas. No es difícil encontrar el símil.
El problema es que, como ocurre en los circos reales —no tanto con los del celuloide—, el mundo de fuera sigue girando a su ritmo, y estamos hablando de un corredor que rara vez se ha parado a esperar a alguien. En esa situación vive España desde el 19 de enero. Danza Bárcenas, danza el Gobierno, danzan los constructores, danza el Partido Popular. El conjunto de los ciudadanos, presa de un desconcierto y un asombro que aún hoy son difíciles de describir, opta por la opción más sencilla e inútil: reír y señalar con el dedo, disfrutando de los números de equilibrismo hasta que amaine el temporal.
Sospecho que el romance que la cúpula del partido que sostiene al Gobierno mantiene con “los mercados” es un poco impostado; el ministro Guindos intenta aplacar una crisis política que supera al Watergate —en opinión de Ernesto Ekaizer, uno de los mayores conocedores del caso— diciendo que no pasa nada porque los mercados “han abierto bien”; pero se niega a escuchar a esos mismos mercados cuando afirman que la escalada de casos de corrupción y el seísmo político que sufre el país a causa del folletín vergonzante armado alrededor de los papeles de Bárcenas y Lapuerta están lastrando la credibilidad económica del mismo. Tal y como escuchan al FMI y al BCE cuando dan indicadores positivos de exportación, pero se vuelven sordos al (no-)oír que España no crecerá hasta 2015.
Como afirma el economista José Carlos Díez en su libro “Hay vida después de la crisis”, somos (al igual que Italia) un país demasiado grande para caer, y la remisión de la crisis del euro pasa necesariamente por la estabilización de la situación en España. También funciona al revés, claro. Por eso extraña poco leer ayer que Fitch bajaba la calificación global de la estabilidad del sistema financiero europeo de AAA a AA+. Y que todos los ojos de la prensa internacional estén puestos sobre España y su Gobierno, mientras que las medidas de Monti en Italia, a pesar de ser menos duras que las españolas en algunos casos, hicieron desaparecer a su país del campo de minas de la incertidumbre financiera.
El Gobierno parece no querer darse cuenta de que, en realidad, lo que corre peligro es el edificio mismo de las instituciones democráticas. Un edificio que, como las casas encaladas del barrio donde crecí, han construido muchas familias con sus propias manos; un esfuerzo titánico en el que se perdieron muchas buenas almas. No es admisible que éstas, que con tanto esfuerzo terminaron por llegar a nuestro país, queden diariamente en cuestión por cuenta de un caso de corrupción rampante propio de una novela de bajos fondos de James Ellroy.
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