Un viaje de aventura: olvidados en un rincón de Alaska
¡Este sí que es un viaje de aventura! Esta fue la primer frase que salió de nuestros labios apenas aterrizar en Anchorage. Llegábamos a Alaska y con pisar su capital nos sentíamos excitados, sin apenas adivinar todo lo que nos tocaría vivir en aquellas tierras.
Recorrimos la pequeña capital estatal con ojos abiertos empapándonos de su ambiente pueblerino. Las anchas calles, las tiendas bajas, el edificio del Town Hall, la bandera con la constelación de la Osa Mayor, el omnipresente escudo con castores y peces, y las montañas pegadas a la espalda. Típico y esperable.
El siguiente vuelo nos llevó hacia el Lago Tonsina en un pequeño avión de 6 plazas. Cargando apenas con una mochila ya que no llevaba bodega para embarcar con maletas. No problem! El paisaje volvió a arrancarnos un: “¡Este sí que es un viaje de aventura!” A escasos metros de la pequeña pista de aterrizaje se abría el lago helado y quieto. A lo lejos nos rodeaban montañas redondeadas, viejas y teñidas de blanco. El hotel era una acogedora cabaña de madera y piedra, con una recepción-salón-comedor-biblioteca-oficina y fotos asombrosas de la comarca en verano, otoño, invierno, primavera. Cuatro visiones. Cuatro paisajes. Cuatro maravillas.
¿Éso era lo que parecía? Sí, una enorme piel de oso pardo se extendía en la pared de piedra y parecía sostenerla, abrazarla. Definitivamente, ¡éste sí que es un viaje de aventura! Una agenda plagada de visitas a cascadas, de comida local, de senderos entre los bosques, de tarde-noches frente a la chimenea compartiendo asombros e impresiones.
Amanecimos con energía para enfrentar nuestro último día allí. Cruzaríamos el lago en hidroavión para conocer la otra orilla, sólo accesible por aire. Una caminata autoguiada por caminos interpretativos para conocer las especies autóctonas, llegar hasta un punto panorámico y perder los ojos frente a un paisaje inolvidable. Volver a la orilla con esas imágenes pegadas a la memoria con el tiempo necesario para tomar el hidroavión de regreso. Hotel, preparar la maleta y cena. Un día perfecto.
Y casi lo fue.
Olvidados en un rincón de Alaska
Regresamos con tiempo para estar a la hora prevista en la orilla. Faltaba una hora para que anocheciera. Un pequeño embarcadero de madera hacía las veces de “puerta de embarque”. El paisaje silencioso se iba llenando de una bruma fresca. Y esperamos. Esperamos. Esperamos.
El hidroavión no llegó. Sí se presentó la noche a paso firme mientras nuestras 4 sombras se iban alargando sobre los chinos de la orilla. ¡Éste sí que es un viaje de aventura! Cuando salió la frase, los otros 3 lo tomamos con menos entusiasmo. La aventura se iba volviendo desconcierto. Comenzamos a preparar un plan B que dependiera de nosotros mismos, sin teléfonos y con nuestras pequeñas mochilas con un par de barritas de chocolate, un botellín de agua y alguna tirita como único equipo de supervivencia.
Y fue entonces cuando el bosque empezó a hablar. Los sonidos que apenas notábamos durante el paseo un par de horas atrás, se nos antojaban aullidos frenéticos mientras nos amontonábamos a pasos del agua tratando de adivinar si los lagos tenían mareas. Nuestras habilidades para la supervivencia al estilo Rambo estaban al nivel del cero absoluto.
La piel de oso.
Comenzamos a recordar algunas de las historias escuchadas en las tarde-noches previas de boca del recepcionista-guía-camarero. Historias de huellas gigantes y colmillos grandes como una mano. Y un escalofrío nos recorrió los cuatro cuerpos al unísono.
La luna era apenas un trocito de uña colgada de un cielo negro. Y poco a poco cruzó todo el escenario mientras ocho ojos la seguían, tratando de apurar el tiempo. Así, las primeras luces empezaron a teñir todo de lila y nos empeñamos en revivir una esperanza que no nos creíamos del todo. Entre el gruñido de los estómagos, el castañetear de los dientes y la falta de nuevos temas de charla, nos sentamos a esperar. A esperar. A esperar.
¿Eso era lo que parecía? Un punto que sobrevolaba el lago y se agrandaba poco a poco, ruidosamente. Con el sol rebotando en el agua, llegó el hidroavión a recogernos. Los cuatro de pie sobre el pequeño embarcadero de madera esperamos con urgencia a que se detuviera. Apoyar un pie en el flotador y saltar dentro del aparato para encontrarnos con la sonrisa del piloto. El muy cretino se había quedado prendado de un partido de no se qué deporte americanísimo en la tele y al ver la hora pensó: “menor lo dejamos para mañana”.
¡Éste sí que es un viaje de aventura! Cuando crees que nada más puede asombrarte, siempre hay algo nuevo que puede dejarte sin aliento.
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