Propaganda de la propaganda
Las delgadas líneas que trazan el triángulo entre la política real, la ficción política y la política ficción aparecen cada vez más difusas desde hace ya algunos años. En España vivimos un momento histórico en el año 2010, cuando vimos irse a negro CNN+ para dar paso inmediatamente a 24 horas ininterrumpidas de Gran Hermano (hoy Divinity). Fue el símbolo del final de una época: al público —o a los mandamases de los conglomerados multimedia— dejó de interesarles la realidad para interesarles algo a lo que llamaban telerrealidad pero que no podía estar más manufacturada ni ser más engañosa. ¿Ha ocurrido lo mismo con nuestra visión de la política?
El otro día, mientras veía el drama político Borgen, producido por la cadena danesa Danmarks Radio, pude apreciar la enorme diferencia de criterio sobre el papel y el funcionamiento de la prensa entre Estados Unidos, dictador semiótico audiovisual por excelencia, y un país como Dinamarca. Es hasta impactante comprobar cómo, dentro del contexto de una trama política, la televisión y la prensa son mostradas con total naturalidad, sin fanfarrias, conspiraciones ni oscuros intereses. Son un brazo más en el funcionamiento de un Estado burocrático.
Esta visión contrasta con la que habitualmente nos ofrece la ficción norteamericana, más proclive a un maniqueísmo efectista que ha acabado por convencer a mucha gente en todo el mundo de que las cosas son como no son. Quizá por la propia necesidad de estetización del medio, las obras audiovisuales con el Estado como tema han acabado, en su mayor parte, por abrirse en una dicotomía donde que escoger entre las luces apagadas, las conspiraciones y las gargantas profundas o la hagiografía bobalicona del representante político.
De un lado, series como House of Cards, protagonizadas por antihéroes cínicos y desalmados —magnífico Kevin Spacey— que en prime time desprecian y se burlan de aquellos a los que representan y gobiernan, lo que con toda probabilidad no contribuye a mejorar el enorme descrédito que sufren las instituciones norteamericanas. Del otro, las cursis vidas de santos —Lincoln y JFK, referentes eternos— capaces de acabar con la paciencia del espectador más crédulo. The West Wing y The Newsroom, ambas creaciones de Aaron Sorkin, son un ejemplo claro de estos cuentos de hadas políticos que pueden llegar a desesperar al respetable.
En lo que coinciden todas, eso sí, es en remarcar ese papel de la prensa como brazo fundamental del sistema. Con matices, por supuesto. Resulta curioso que, en el caso de Borgen, es la prensa escrita la que juega el papel más ambivalente. Respetada y temida, pero invadida por el descrédito (periódicos controlados económicamente por el líder de la oposición, por ejemplo) y lastrada por la huida del público hacia otros soportes. No ocurre así en otras ficciones europeas, como la sueca Bron/Broen (Georgsson, Sieling y Siwe, 2011), otra ficción política de hondo alcance que muestra el apogeo de la prensa digital, así como los peligros derivados de su inmediatez y prisa congénitas, que fuerza la pobre contrastación de la información y en muchos casos convierte al periodista en un mero altavoz desnaturalizado de una fuente que prefiere la seguridad del anonimato, y de paso, el espectáculo sin consecuencias (para él/ella). En España, Raúl del Pozo y su tercer hombre son el ejemplo perfecto de este irregular trasiego informativo.
La otra postura, que considera a la prensa como herramienta a la orden y el servicio de los poderosos, detrás de la cual siempre hay intereses oscuros, telefonazos de madrugada y adulterios gozosos, es mejor ejemplificada por House of Cards (Willimon y Fincher, 2013). Al negar y defenestrar la autonomía de los contrapoderes, sean aquellos cuales sean, la ficción genera un panorama desolador, una partida enrocada en la que todo parece estar siempre a punto de irse al garete, pero consigue salir adelante. En este sentido, hay mucha ficción política americana que bien podría adjetivarse como marxista: en ellas, el juego de la democracia capitalista se retrata siempre como perdido de antemano. Un determinismo frente al capital que hubiera sido muy del gusto del prusiano.
Si algo positivo podemos sacar de obras como Borgen es la esperanza mínima de no tener que mirar a una pantalla de televisión y sentirnos alienados hasta límites insoportables. Es una toma de contacto con esos señores del traje y la corbata, que no son de otro universo ni tampoco necesariamente los herederos de Calígula, que se levantan cada mañana pensando en cómo destruir a su pueblo mientras se echan unas cojonudas risas maléficas. Una pequeña ventana que deja pasar el aire y la luz sobre la gestión pública, que a fuerza de burocratización y décadas de estancamiento ha conseguido que se instale sobre ella la sombra permanente de la sospecha, no siempre sin razón, por supuesto.
Diría que es hasta sano que existan este tipo de ficciones deficcionalizadoras que, como en la vida misma, andan siempre en frágiles equilibrios en los que no se juzga según buenos ni malos, donde todos ganan y pierden, donde la moral existe e importa pero es puesta en duda cada cinco minutos, y donde hacer planes es necesario pero la realidad te obliga a improvisar casi a diario. Donde no hay héroes, ni salvadores, ni dogmas irrefutables. Se parecen más a la política porque, en definitiva, se parecen más a la vida. El acercamiento a esa realidad es necesario para toda una generación que ha vivido a años luz de ella. Vivimos un tiempo en el que se ataca constantemente y con saña a los representantes públicos sin saber muy bien de qué va el asunto realmente. En Europa ya hemos pasado por esta situación antes, y no acabó demasiado bien. Convendría no repetir errores de ese calado.
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