Experiencias inolvidables

En fila de a uno

Fotografía: apertura de la piscina de Inverness, Escocia, circa 1936

Teníamos seis años y poca capacidad de estar quietos. Es el primer día de colegio y lo único que hacemos es mirar alrededor con una mezcla de confusión y miedo que todavía hoy es difícil de explicar. Cuando un timbre estridente, que viene de ninguna parte y parece más propio de una fábrica que de una escuela, comienza a martillear, las madres sueltan las manos de sus hijos. Algunos empiezan a llorar. Un tipo rechoncho y con gafas, al que parece divertirle mucho toda la situación, agita con fuerza unas llaves en su mano y nos dice que hagamos fila de a uno. Ahí es cuando las cosas empezaron a ir mal.

Tengo veintiséis años y llevo encima varios paquetes de comida precocinada (con carne de caballo sabe mejor) y un par de botellas de vino. Hago cola tras una señora gorda que resopla pesadamente mientras revisa con la mirada el contenido de su carro por si se ha olvidado algo y un fulano con camiseta de tirantes azul que, a juzgar por su olor corporal, dejó de ducharse con el efecto 2000. Hacemos cola en silencio, en fila de a uno. La señora gorda empuja un poco su carro de vez en cuando, como el conductor que suelta y pisa embrague alternativamente todo el tiempo cuando está parado en un semáforo. El sonido de la caja registradora actúa como un resorte. La fila se mueve. La cajera evita cruzar la mirada con los clientes. Siete noventa y cinco. ¿Quiere comprar una bolsa?

Compruebo cuántos números separan mi ticket de la pantalla digital que cuelga del techo mientras hago cola. Me pregunto cuánto dinero gasta al año el Estado en aire acondicionado para edificios públicos. El único sitio en el que puede hacer más frío en verano que en un edificio de la administración es en una sala de multicines. Es muy difícil ser ácrata mientras se hace cola para recurrir una multa. En el fondo, para muchas personas estas largas filas de condenados a la burocracia son el verdadero éxito del sistema. En fila de a uno, esperando a llegar a la ventanilla, todos somos iguales. Somos ciudadanos que esperan en orden. Todos tenemos la misma importancia, es decir, ninguna.

Cruzamos la avenida agarrados de la cintura. A veces aprieto un poco su cuerpo contra mí para notarla más cerca. Me mira con cara de reprobación —me vas a arruinar el vestido, dice— pero luego sonríe. Me da una palmada en el culo como castigo. ¿No se supone que esto debería hacértelo yo a ti? Luego habrá tiempo para eso, responde. ¿Ves aquella gente de allí? Ahí es donde te digo. Un minuto más tarde estamos haciendo cola frente a un restaurante llamado T. Cuando alguien entra o sale emana desde dentro el murmullo de una multitud educada. La pareja de delante avanza un paso. El almidón de sus ropas cruje. Ya te lo dije, te va a encantar, me dice risueña. Aquí viene todo el mundo. Me asombra la fe de la mayoría en la inteligencia colectiva, especialmente después de comprobar cómo está el nivel medio de inteligencia individual. Pero la dictadura de la masa deja poco espacio a la duda. Somos dos privilegiados haciendo cola a las puertas de un sitio oscuro con luces azul eléctrico. Soy incapaz de imaginar cómo puede uno disfrutar de la comida en un ambiente así.

Algunos de los que hacen cola miran altivamente a los que cruzan. Yo hago cola aquí y tú no, parecen decir con tono de burla infantil. Este sitio es de ésos que describen como exclusivos, aunque no sé cómo de exclusivo puede ser si está completamente lleno de gente y hay que hacer fila para entrar. Recuerdo que una vez un amigo me dijo que a la gente, en el fondo y aunque que se queje, le gusta hacer cola. Es su manera de sentirse importantes, concluyó. Sospecho que tenía razón, aunque quizá a la afirmación le sobre el adjetivo y sea más bien la manera de sentirse. En nuestra adoración constante del individualismo, del consumo personalizado, del contenido on demand y los auriculares intra ear para mejor aislamiento del exterior, una cola es uno de los pocos momentos en que podemos enfrentarnos a la sencilla verdad de que no somos en realidad tan distintos. Que nuestra vida en sociedad se inauguró con nuestra primera fila de uno a pesar de que nacimos solos y moriremos solos. Iremos solos en el ataúd, qué duda cabe, o al menos eso espero yo. Pero detrás irá un grupo de personas, en fila de a uno o de a dos, como un séquito militar doliente y unido.

Por fin entramos al restaurante. Vamos tras el empleado que nos lleva hasta nuestra mesa. Con algo de suerte, su nuca será la última que tendré que mirar durante un rato. Dejo que la chica vaya delante. Una mezcla entre anticuado gesto de caballerosidad y ganas de mirarle el culo. Respiro aliviado al sentarnos en medio de la oscuridad y las luces azul eléctrico. No creas que me gusta mucho el sitio, le digo, pero me voy a alegrar de no tener que mirar más nucas en un rato. Consuélate, responde, empujando en mi dirección la carta que hay sobre la mesa. Si no te gusta, puedes añadir palmadas al castigo de después.

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Comentarios

  1. Comentario by Lo que no se sabe - agosto 13, 2013 01:01 pm

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