Playa de las Catedrales, un monumento creado por la naturaleza
Cabo Finisterre, Costa da Morte, Rias Baixas… lugares que me aconsejaban cuando transmitía mi interés por ir a Galicia. Viajar no es llevar una lista de objetivos e ir tachándolos, sino crear sensaciones en uno mismo. Eso es lo que me descubrió una persona cuando una noche me habló de un sitio maravilloso.
Allá, a poco más de una hora del punto más septentrional de la península ibérica, en la olvidada provincia de Lugo, se encuentra la Playa de Aguas Santas, cuyo nombre turístico es Playa de las Catedrales. Las horas de carretera partiendo de Santiago de Compostela, junto con cinco grandes amigos, vislumbraban un buen comienzo.
“No pareces ingeniero”, fueron las palabras con la que un día una persona describió a Alejandro Fuster, quien cree encarecidamente que en la rama de las ciencias hay falta de ir y venir de libros puramente literarios, experiencias humanas y exceso de fríos tecnicismos. Mientras continúa su batalla para que eso cambie, escribe en un humilde blog con un nombre peculiar heredado de un viejo amigo, Pintasmonas, y vende el humo de que él no se ha vendido a ningún blog profesional. En su Twitter critica a la gente victimista y alaba a aquellos que huyen de la simplicidad pero no de la sencillez.
Al llegar allí lo primero que piensa uno es en despojarse de toda la ropa que lleva encima, echar a correr para descender a la playa y hundir los pies en ella. Es una posibilidad, aunque es preferible, y esta es algo a tener en cuenta en este lugar, ojear el estado de la marea. Esta playa tiene la peculiaridad de ser dos en una, según el agua la baile. Con mareas altas podremos disfrutar de las rompientes olas contra los inmensos acantilados de treinta metros pero claro ¿cómo sé que existe esa altura? Pues porque he tenido la gran suerte de poder verlos desde abajo.
La catedral del mar gallega
Y es que, con marea baja este lugar sagrado de la naturaleza nos abre las puertas de sus catedrales. Sus inmensos medios arcos apoyados sobre las altas paredes son los que le dan el nombre tan característico por el que se conoce de forma más común. Cuando el Cantábrico se despide echándose hacia atrás en forma de reverencia, deja a la vista claros y sombras. Claros en forma de arena bañada por el sol. Sombras producidas por esos gigantes arquitectónicos que la naturaleza, en forma de mar, se ha encargado de construir con el paso del tiempo, abriendo incluso rutas en los acantilados y pudiendo adentrarnos en sus capillas, por hacer el símil, de más de quince metros de profundidad algunas de ellas, donde ni la luz es capaz de llegar.
Esa sensación de pasear pero a la vez de saber que allí manda la naturaleza, y en un despiste te puede dejar atrapado, que es ella quien decide hasta donde puedes ir o no ir, es algo que todo el mundo debería experimentar. Siempre podré contar que esta fue mi primera experiencia en Galicia, la cual me bautizó con sus aguas más sagradas.
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