Maravillas del mundo en familia. Por los mágicos caminos de Petra
Después de dieciocho meses de estar recorriendo el continente africano, llegamos a Egipto con la firme intención de asistir a un encuentro familiar muy esperado por esta agrupación denominada Viaje por África. Nuestros padres, hermanos y amores varios, decidieron que ya era hora de visitarnos en alguna parte del mundo, y se pusieron de acuerdo para abordar un avión que los depositaría en El Cairo, para así, una vez sellado el emocionante reencuentro, salir todos juntos en caravana medieval hacia una de las nuevas siete maravillas del mundo: la afamada ciudad rosada de Petra, situada en el reino de Jordania, en algún lugar perdido entre el Mar Muerto y el Golfo de Aqaba.
Viaje por África es un proyecto ideado y puesto en marcha por dos argentinos, Pablo Zapata (32) y Julián Árenzon (28) en octubre del 2009. El objetivo propuesto fue el de atravesar el continente africano de sur a norte, de manera totalmente independiente, en transporte público, a dedo, o como fuera, para intentar realizar registros audiovisuales que sirvieran de complemento y apoyo a los relatos de las impresiones y vivencias que iríamos obteniendo durante la travesía, para luego ser reflejadas en un blog que ayude a ampliar los conocimientos de este enigmático continente. Viaje por África es un viaje independiente, que intenta ayudar a quien lo necesite, a saltar al vacío y lanzarse a rutear… un estilo de vida y la firme convicción de lo que uno se proponga, se puede lograr. Estamos en Facebook y Twitter.
Un par de enfrentamientos con señores de migración, un viaje un poco más largo de lo esperado, y ya nos encontrábamos disfrutando de la pequeña Wadi Musa, una típica ciudad burbuja turística que se encarga de disimular muy bien las necesidades y carencias del pueblo jordano, bajo una densa capa de maquillaje hotelero, una gran variedad de oportunistas que disimulan dentro de vestimentas típicas beduinas, y escenarios notoriamente prefabricados que dan marco a una realidad paralela y algo ficticia. Intentando despistar ese ambiente, nos empezamos a mover con la impunidad en que te envuelve la familia, en busca de emociones fuertes y duraderas.
Entrando a la ciudadela
Mientras contábamos el dinero para adquirir las entradas, recordamos que en las maravillas del mundo, las emociones fuertes y duraderas suelen tener un costo algo excesivo. Alrededor de cincuenta euros por persona, menos algún que otro truco de último momento, nos dieron luz verde para empezar a surcar los antiguos caminos de la ciudad nabatea. Atravesamos las pequeñas arcadas de control, y sólo un par de pasos después, se materializó esta aventura atemporal y ciertamente mística, que supo teñir la imaginación grupal de creatividad infantil y de historias fantasiosas extraídas de clásicos de cine.
Mientras nos adentrábamos en una de las imágenes más difundidas de Petra, el llamado “Corredor del Siq”, nos calzamos el sombrero de Indiana Jones, sacamos los látigos, las cámaras de fotos y enmarcamos una de las risas más excitadas del último tiempo. Esa sola imagen alentando la esperada comunión familiar, más la psicotropía de los colores en las laderas de los profundos callejones, fueron una introducción brillante a una catarata de emociones que se iba a ir acrecentando paso a paso. En medio de ese callejón único por su belleza en el mundo, dimos rienda suelta a la sorpresa genuina y nos dejamos llevar largo rato, por una onírica cámara lenta.
Una vez estabilizados entonces en la irrealidad, y ya con la magia marcando el camino, nos deslizamos algo más de un kilómetro, para ir a estamparnos de lleno, contra una de las obras arquitectónicas más impactantes que hayamos visto: “El Tesoro”, o su nombre en árabe, “Al-Khazneh”; un edificio de 40 metros de altura por 28 de anchura, el cual es el ícono unívoco de Petra, y evento principal que la define. Un lugar para tirar una lona y quedarse estancado un largo tiempo. Luego de sacar dos mil fotos, tuvimos que romper el hechizo, cerrar la boca, regular la sorpresa y salir a recorrer otra enorme cantidad de eventos que nos esperaban. Incorporados nuevamente, elegimos por fin seguir por el camino del norte, para toparnos con la parte más homogénea y abierta de la ciudad.
Yendo un poco más allá
Así fue que nos encontramos con un paisaje de mil tonos rojizos, compuesto principalmente por armonía, belleza y cierta clandestinidad. Atravesamos las “Tumbas Reales”, la “Vía Columnada” y el “Teatro Romano” entre otros; lugares en que las familias eligieron desintegrarse y hacer de cuenta que estaban en algún tipo de parque de diversiones. Todos iban de un lado para otro, dos se juntaban, tres se iban para arriba, uno para abajo, cuatro tomaban mate y contemplaban. Alguno siempre estaba gritando y llamando la atención desde algún rincón en lo alto. El tiempo en esta instancia se esfumó curioseando dentro de las construcciones, desafiando a las alturas y consiguiendo los mejores ángulos para ver un poco más allá. Algunos beduinos que aún viven en cuevas dentro de la ciudad, fueron los encargados de aportarle el alma al preciado momento.
A partir de aquí hubo un pequeño período de transición que transcurrió entre almuerzos, algún café, agua y reabastecimientos varios. Si se piensa que habíamos caminado hasta aquí, unos cuatro kilómetros sin contar las subidas y bajadas a cada uno de los edificios y monumentos, es comprensible que la emoción y el cuerpo le estuvieran pasando una pequeña factura a los más viejitos de la familia. Una vez que fuimos recuperando el aire y que pasamos muy por arriba dos museos con mucha información irrelevante, hicimos un ejercicio de yoga conjunto, esquivamos a los burros-taxis, y lentamente empezamos a encarar los ochocientos escalones que llevan a la cima de la ciudad y a su edificio más grande: “El Monasterio”, o su nombre en árabe “Al-Deir”, de 48 metros de alto por 46 de ancho.
Broche de oro
Es difícil relatar los pormenores de aquel ascenso. Perdidos entre paisajes desérticos que abrumaban de belleza cada vuelta de montaña, vendedores de todo tipo de antigüedades, beduinos que aparecían vaya uno a saber de dónde queriendo meterte en alguna cueva, y gente que contaba y relataba en veinte idiomas verdades y mentiras sobre la ciudad, fuimos solidificando y promediando esta aventura familiar; momento que quedó absolutamente sellado cuando se develó ante nosotros la magnanimidad de este edificio construido en honor al dios “Oboda”. Una obra impactante en un paisaje infinito.
Calculo que mientras nos preparábamos para recorrer a la inversa todo el sinfín de estados que nos había regalado en pocas horas la magnanimidad de Petra, estábamos admirando internamente el privilegio de estar juntos en este lugar tan especial en el mundo. Fueron momentos de relajo, satisfacción y gran comunión entre las familias. La recorrida estaba sellada, y solo restó que los más jóvenes salgamos a la caza de la última panorámica en el punto más alto de la ciudad. La tarde estaba cayendo y la aventura estaba finalmente concluyendo. Mientras nos acercábamos a la salida, nos sacamos los gorros, enfundamos los látigos, repasamos las fotos y cruzamos nuevamente la arcada hacia el mundo exterior. Con la misma impunidad familiar con la que entramos, enfrentamos nuevamente la burbuja turística y nos fuimos silbando por lo bajo. Lo mejor, ya había pasado. Hasta la próxima.
Gracias a las familias.
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