Sobornos y mordidas variadas rumbo al este
Hace ya dos veranos que mi amigo Marc y yo tomamos rumbo al este destino a Mongolia, participando en el Mongol Rally, una aventura motorizada de las más locas existentes hoy en día. Fue un viaje muy emocionante y lleno de sorpresas, algunas muy gratas y otras no tanto, aunque luego se recuerden con una sonrisa y muchas risas. Entre estas últimas experiencias no deseables están los sobornos y las mordidas por parte de la policía.
Ignasi Calvo es Músico y diseñador web a partes iguales. Nacido en Barcelona el 1982, es titulado en técnico de sonido y trabaja como freelance desarrollando proyectos web. Otra de sus grandes pasiones es viajar, contando con numerosos kilómetros en sus espaldas.
Comenzando los sobornos
Nuestro primer soborno en Ucrania fue cerca del mediodía en una autovía de doble sentido y dos carriles por sentido. En todo el territorio ex-soviético, las autovías disponen de pasos de peatones y cambios de sentido en determinados sitios. Nuestra velocidad era de 92 km/h (igual que la del tráfico rodado) al acercarnos a un paso de peatones donde no vi ningún peatón esperando a cruzar. Lo que tampoco vi fue el policía en el sentido contrario, bien oculto en la mediana, que apareció de golpe apuntando con su pistola radar y me indicó, a base de plantarse en medio de mi carril, que me detuviera. Así hice.
Con el coche indebidamente aparcado en el arcén, el agente me ordenó cruzar al otro sentido de la autovía y, entretanto, se entretuvo parando a un camión de matrícula ucraniana por no sé qué extraña razón. El camionero paró, y se apeó de su camión con cara de “¿qué diablos quieres ahora, pesado?”. Le hizo esperar mientras me indicaba que me acercara al coche patrulla. Ya se había asegurado un par de presas.
Por lo que a mí respeta, el joven agente, en un tono frío, distante, ciertamente altivo y perfectamente escenificado, me obligó a entregarle toda mi documentación: pasaporte y papeles del coche. Mientras esperaba a que los buscara y se los mostrara, observó cómo Marc grababa la escena cuidadosamente desde el interior del coche con la videocámara. El mundo se detuvo cuando se percató de este hecho. Estuvo mirando fijamente a Marc, casi sin respirar incluso, mientras se regocijaba internamente por la suculenta extorsión que podría sacarnos tras tal osadía. Al cabo de unos eternos veinte segundos y visiblemente enojado, me dijo que fuera a avisar a mi amigo.
¿Me estás grabando?
Así que crucé de nuevo la autovía para decirle a Marc que le había pillado grabando y que viniera. Ya me había jugado la vida dos veces cruzando la autovía, ahora quedaban mínimo dos cruces más y a Marc también. Cuando llegó Marc, le ordenó que le entregara la videocámara. Marc intentó hacerle entender que borraba el vídeo y listos, mediante el uso del inglés y los gestos en la cámara, pero el policía, aplicando sus mejores dotes teatrales, se enzarzó con él y empezó a intentar arrancarle la cámara de las manos. Tardó un poco en concluir el forcejeo y éste simplemente finalizó cuando nuestro joven amigo corrupto puso la mano en su pistola. Así fue como se quedó con la cámara y Marc vino conmigo, visiblemente contrariado.
Tuve que sentarme en el asiento del conductor para que el compañero del agente me tomara los datos. Parecía no entender que yo de ucraniano y ruso, y de leer el alfabeto cirílico, no tenía ni la más remota idea. Se empeñó en hablarme en su idioma natal sin más, echándose unas risas a costa de mi expresión estupefacta. Lo hacía adrede, porque al final se apiadó de mí y se tomó la molestia de explicarme en un primitivo inglés lo que quería que le dijera. En ese momento, apareció el otro agente y le hizo entrega de la cámara de vídeo. Mi nuevo amigo policía empezó a toquetearla, mirarla… empezó a gustarle. Temiendo lo peor, dejé que hiciera y que fuera él quien se pronunciara. Me dijo que quería ver el vídeo, así que se lo enseñé. Lo miró, se echó unas frías risas y me dijo que lo borrara. Así hice y… me devolvió la cámara. ¡Bien!
Un 100 escrito en un papel
Salí del coche y fui a la parte trasera. Le entregué la cámara a Marc, que suspiró aliviado. Entonces los dos agentes empezaron a hablar y a reír. Estaban acordando la cantidad. Al cabo de un rato, vino el primero de ellos y me indicó, código de circulación en mano, que la infracción que había cometido (exceso de 32km/h de velocidad), en Ucrania, implicaba una multa de 200 dólares. Que tenía dos opciones: pagarlos, o se quedaban con mi carné de conducir y lo enviaban a España.
La sonrisa en su cara, la charla previa y la guindilla de tomarse la molestia de querer enviar mi carné de vuelta a España nos situó a Marc y a mí en modo soborno. Claro estaba que repatriar mi carné no estaba descrito en el código de circulación. Sencillamente era su particular aportación al protocolo, como le llaman ellos al código de circulación. Viajábamos bajo aviso de que era frecuente sacar el máximo de dólares a los turistas en este tipo de controles. Sopesando todo esto, nos negamos. Ni hablar. Se mostró inflexible durante apenas diez segundos y dibujó en un papel el número 100. En diez segundos había rebajado a la mitad la cantidad, saltándose a la torera el código de circulación y todo el sistema legal e ilegal establecido. Intentamos negociar más pero se mostró aún más inflexible. Nos miramos y aceptamos el trato. Me entregó los documentos de nuevo y me indicó que le trajera el dinero dentro del pasaporte, y éste bien cerrado, que no se viera su contenido. Pensé que entretanto se entretendría a redactar la multa oficial, pero que va: aquella infracción nunca existiría legalmente, y por lo tanto, su cobro no se generaría nunca a efectos legales. Mordida en toda regla.
Así que cruzamos de nuevo la autovía y fuimos hacia el coche a buscar los dólares. En ese preciso momento podríamos habernos largado, pues lo teníamos todo de vuelta otra vez: videocámara y documentos. Pero no pensamos en ello. Estábamos enfrascados en decidir el importe que les daríamos, que finalmente seria de 21 dólares en forma de un billete de diez y once de un dólar, ya que hacían mucho bulto. Ante cualquier eventualidad, alegaríamos no tener más.
Buen viaje, camarada
Pero ni eso fue necesario, porque nada más cruzar el agente me dijo que me sentara dentro del coche patrulla en el asiento del conductor y, una vez dentro, su compañero me indicó que dejara los billetes muy discretamente en la guantera central. Así hice, y ni los miró. No contó la cantidad. La cantidad se la traía al pairo, en el fondo, ya que pusiera lo que pusiera, en comparación con el sueldo que reciben mensualmente, ya era un buen pellizco. Me dio la mano, me deseó buen viaje y me dijo que vigilara con las carreteras, que son muy peligrosas. Y están llenas de corruptos, pensé para mis adentros. Me sonrió y me dejó ir. Ahora resulta que éramos amigos y todo.
Al cabo de unos kilómetros, otro agente nos ordenó detenernos. Deceleré y el agente se retiró de nuevo al arcén. Al acercarme, a velocidad ya bastante reducida, volví a acelerar aprovechando que el agente estaba de espaldas y me largué. Ante tal vacilada, crucé los dedos. Deseando que no nos persiguiera, le observé por el retrovisor central. Vi que nos miraba un rato, pero finalmente se dio media vuelta y se puso a esperar al siguiente conductor con los brazos en jarras. La constatación de que todo lo que habíamos leído sobre los sobornos era cierto, y tras haber ignorado ya a otro agente, hizo que repitiera el proceso al ver a otro policía intentar detenernos, el tercero en una mañana. Decelerar y proseguir la marcha una vez rebasado el agente en la cuneta, ese es el auténtico protocolo. Esto era ya un cachondeo. Los coches eran simples sacos de billetes. Y más si eres guiri.
Seguimos nuestro viaje atravesando Rusia y Kazajistan. Tras haber evadido algunos controles policiales más, siguiendo el mismo procedimiento, en Semey, localidad fronteriza con Rusia situada en Kazajistán, no corrimos la misma suerte. Estábamos tan acostumbrados a no detenernos que ni decelerábamos ya. Ésta vez simplemente seguimos con nuestra marcha. Al poco rato nos detuvimos a repostar y apareció un coche negro a toda pastilla. Derrapando, se detuvo de manera que nos bloqueó la salida del surtidor de gasolina. De él aparecieron dos agentes uniformados, uno de ellos era el que nos había dado el alto. Con cierta soltura ante las autoridades, les comunicamos que si eran tan amables de esperar a que repostáramos. Ante nuestra sorpresa, accedieron y se pusieron a hablar y reír entre ellos. Incluso apartaron el coche, permitiéndonos salir del surtidor una vez el depósito estuvo lleno. Así hicimos, aparcando en un lateral de la gasolinera. Por entonces, el coche de policía oficial (no el secreto) había aparecido en la escena, con la pistola radar con la que supuestamente nos habían cazado. Sin más dilación, nos dirigimos hacia los agentes y, en una hoja de papel, les escribimos el signo del dólar y una interrogación. No tardaron en escribir 100$, sin pensar mucho. Les dijimos “de acuerdo”, y nos fuimos a buscar unos cuantos billetes de dólar y todas las monedas kazajas sueltas que nos quedaban: en apenas dos horas estaríamos en Rusia y no podríamos cambiarlas. Siguiendo el mismo procedimiento que en Ucrania, dejamos el dinero en la guantera sin que lo miraran, aunque sí que arquearon un poco la ceja al oír la calderilla caer. Ni mucho menos había ahí 100 dólares, pero tampoco importaba. Unas cuantas risas después y tras algún que otro comentario sobre el Barça, España y Barcelona, seguimos nuestra ruta tras disfrutar de la última mordida de nuestro viaje hacia Mongolia.
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