Recuerdo con cariño el día que llegué a Hong Kong para quedarme a vivir en Asia. Junto a una mochila de montañero de poco más de 20 kilos, el portátil y la cámara viajaban conmigo algunos miedos y muchas ilusiones. Ya había pasado la medianoche pero la actividad en el aeropuerto internacional de la ex colonia inglesa seguía siendo frenética; pasajeros en tránsito, hombres de negocios con un par de botones de la camisa desabrochados oliendo a ginebra y demás farándula viajera se arremolinaban por los rincones del mamotreto arquitectónico enclavado en el mar. Tras cruzar la frontera y recoger el equipaje el estómago empezó a pedir a gritos algo de comer; a pocos metros pude reconocer el naranja, rojo y verde del logotipo de 7-Eleven, la cadena de tiendas de conveniencia de origen norteamericano extendida descomunalmente por el continente asiático. Allí una joven con algo de acné, en torno a los veinte y pico, me regaló una de las sonrisas más hermosas que jamás haya visto mientras pasaba por el escáner los códigos de barras del café y el sándwich que coloqué sobre el mostrador. Como para casi todo lo que de verdad es transcendental, único y espontáneo en este mundo, no hicieron falta las palabras para encontrarnos en aquella sonrisa. Desde aquél gesto mágico mi relación con la cadena ha evolucionado de manera exponencial; 7-Eleven me alimentó en aquellos primeros difíciles días, me dio cobijo en la madrugada en noches de insomnio y estudios, me ayudó a mejorar el chino mandarín y me enseñó que conceptos como la venta de alcohol y la impresión de un PDF en un mismo espacio no tienen porqué estar reñidos. Por eso y mucho más, hoy puedo decir con orgullo que soy un ciudadano 7-Eleven.

En este país sin fronteras no van a mirar tu piel, no van a preguntar por tus preferencias sexuales o qué religión profesas. Este país de nadie no tiene nada que ver con el conglomerado que maneja las operaciones de la cadena de tiendas de conveniencia; los dirigentes de este estado huérfano son, sin saberlo, los miles de estudiantes que sacan algún dinero tras el mostrador de cualquiera de sus establecimientos alrededor del mundo para poder pagar sus estudios. Para entrar en su espacio no hacen falta visados ni pasaportes, no hay que presentar pruebas que demuestren la posesión de más de 2000 $ en el banco ni un certificado de antecedentes penales. Basta con comprar un café o un sándwich para cruzar la ‘frontera’.

Allá donde brille el naranja, rojo y verde del logotipo, allá donde pueda imprimir y almorzar a la vez, allá donde no me van a poner mala cara por ir a comprar en pijama, allá donde esté un 7-Eleven, allá estará mi patria, allá estará mi tierra, allá estará mi hogar. Por eso cada vez que alguien me pregunta –y tú, ¿de dónde eres? –Yo siempre respondo: -¿Yo?, yo soy de 7-Eleven.

Foto | (7-Eleven en Taipei) danigargon
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