Una tarde en el museo
El museo solía ser un lugar para huir de la idiotez ajena, aunque se haya convertido en ocasiones en el sitio para enfrentarse sin remedio con la idiotez del artista. Cuando llega el otoño y empieza la lluvia, algunas tardes se convierte en improvisado refugio para parejas de adolescentes y grupos de paseantes, y el murmullo y las risas contenidas se vuelven un golpe de luz en un edificio vetusto y oscuro, amordazado en sus entrañas por un silencio que es sepulcral más que respetuoso. Una fuente de azulejo cuya agua lleva estancada más de dos décadas preside el patio central; en ella sobreviven aún un par de peces de color naranja.
Al entrar, el conserje me informa de que la visita habrá de ser corta porque el museo se desaloja a las ocho y cuarto, a pesar de que en el horario oficial indica que la hora de cerrar es cuarenta y cinco minutos más tarde. Lo miro, me mira, y nadie dice nada porque no es necesario. Ojalá todas las relaciones fueran así. Tras subir una escalera que a mí me parece de mármol blanco muy normal —para el siglo XIX—, pero que un cartel afirma que es “real”, entro en la sala de la exposición que buscaba.
La reconozco de espaldas, hecho que me sorprende a pesar de haberla visto allí ya dos o tres veces. Lleva falda oscura, medias de encaje y botas; es un escándalo público y tengo la suerte de formar parte del petit comité que la contempla. El pelo, de un rubio apagado, le cae justo por debajo de los hombros. Está parada delante de un cuadro, mirándolo desde cierta distancia con los brazos en jarras, como si le pidiese explicaciones a alguien que sabe algo importante pero no lo quiere decir; es algo que pasa a menudo con el arte. También está sola, como las otras veces. Tengo el impulso de acercarme por detrás y agarrarla de la cintura, fingiendo que somos viejos conocidos que no se ven desde hace mucho tiempo. Quizá me seguiría el juego; también me ha visto otras veces aquí, tan solo como ella pero con peor silueta.
Observo un cuadro mientras pienso que las aventuras son esas cosas que les suceden a los demás. En la pequeña máquina de dibujar de mi cerebro se produce una lucha entre las figuras de Brueghel y unas medias de encaje, y yo sería incapaz de decidirme por sólo una de ellas. Un gesto instintivo me hace volverme en su dirección y la encuentro mirándome, pero aparta rápidamente los ojos y gira un poco su cuerpo, sin terminar de darme la espalda. Rebusca distraídamente en su bolso y escudriña su teléfono móvil. Luego me mira otra vez. Nos sonreímos un instante, pero al momento se tuerce con un gesto entre extrañeza y sorpresa y vuelve a darme la espalda. Su nariz es pequeña y un poco respingona, y al sonreír queda al aire un poco de su encía superior, que le da un aire bisoño, casi infantil, como esas personas que llegan a la madurez con los incisivos un poco separados. Ha empezado a llover fuera.
Siempre jugamos a lo mismo. Cuando me intento acercar a ella, me mira de reojo y se mueve despacio hasta el siguiente cuadro y me espera allí. Yo hago como que no me percato de la situación y cruzo la sala, acercándome a donde está. Al oír mis pasos cerca se aleja, distraída, a zancadas amplias, como una niña que juega a desfilar. Me quedo absorto imaginándola saltar sobre un charco, y de repente me doy cuenta de que nunca he oído su voz. Vuelvo a caminar en su dirección, pero esta vez no se mueve y me coloco a su lado. La oigo respirar. Suspira. Ojalá me mordiese. Ambos miramos fijamente el cuadro como si el otro no estuviera allí. Está perfectamente quieta, pero puedo notar sus nervios a flor de piel. En un gesto mínimo de su cuerpo, el crujir de su ropa resuena por la sala como si alguien acabara de disparar un fusil. Miro alrededor, sobresaltado, y me doy cuenta de que estamos solos en la sala. Ella también lo ha hecho. De repente, entra un tipo de seguridad a avisarnos de que ya es hora de cerrar; antes de que termine la frase, la chica camina a paso rápido rebuscando algo dentro de su bolso en dirección a la salida. Mientras la veo correr por la plaza intentando resguardarse de la lluvia estoy tentado de gritarle. Claro que sería una horterada, y además yo también me estoy mojando.
De vuelta en casa, mientras oigo a un montón de idiotas debatir en la radio y preparo una insípida ensalada a base de lechuga y atún, revivo otra vez el encuentro. No saber nada de ella es muy literario, pero también frustrante. Los breves encuentros son fructíferos para el arte, o al menos para la cámara de David Lean, pero yo estaba pensando en saberlo todo de ella, en invitarla a cenar en un bar antiguo, en mirar la niebla blanquísima elevarse desde el río justo antes del amanecer, en empotrarla contra el cabecero de la cama, en agarrarla de la cintura y morderle el cuello en mitad de un museo.
Al acabar de comer me siento delante del ordenador y me masturbo pensando en ella mientras veo porno californiano. El asco hacia mí mismo es la tónica habitual de esta hora del día. Intento pensar en ella. La imagino en su casa, haciendo lo mismo que yo, metiéndose los dedos pensando en ese extraño del que nada sabe. En mi caso es una suerte, porque no saber nada de mí es lo mejor que se puede saber. Me pregunto si ella pensará eso de sí misma también. Por mi cabeza cabalgan, de repente, cientos de conversaciones, de paseos, de polvos, de películas, de borracheras. En estas imágenes estamos los dos, y ella habla como si yo hubiera oído alguna vez su voz, y es tan real que vivir en otra parte se vuelve insoportable. Ojalá ella esté sintiendo lo mismo, aunque sólo sea para que sufra un poco. Por cobarde. Como yo.
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