Todas las mentiras llevan a la verdad
Contra el peligro de una democracia lejos del ojo escrutador de la ciudadanía ya previno Max Weber. Los Estados se transforman en burocracias kafkianas que acaban por devorarse a sí mismas en su infinita ansia expansiva. Sin embargo, nunca como hasta ahora la supremacía tecnológica, basada en el potencial económico y por ende plagada de desigualdades, había concedido a los Estados un poder omnímodo sobre la vida de los ciudadanos. Un viejo dicho liberal afirma que hay que evitar que el Estado se meta en la casa de uno; pues bien, el neoliberalismo ha hecho que todos durmamos íntimamente con el Estado cada noche. Y sin enterarnos. Chúpate ésa, coherencia.
Resulta sorprendente que el debate alrededor de las revelaciones facilitadas por Edward Snowden esté pasando sin pena ni gloria en muchos países occidentales. La sintomatología ofrece diferentes diagnósticos: o Europa está demasiado embarrada en el asunto, acuerdos de libre comercio y lobbying mediante, o prefiere evitar el paso por la opinión pública y negociarlo todo a puerta cerrada, donde la estrategia política permita sacar más rédito a corto plazo. Es difícil decidir cuál es peor.
Lo que parece evidente, en cualquier caso, es que las burocracias han decidido por unanimidad darle la espalda a la mayoría de los ciudadanos. Como si hubieran adquirido la clara conciencia de que pueden permitirse hacérselo. En esta crisis que dura ya seis años nos hemos acostumbrado a todo y a su contrario. Nada nos sorprende ya más allá del levantamiento de ceja, la sonrisa sardónica o el resoplido de hartazgo. La doctrina del shock que predicaba Naomi Klein parece seguir funcionando sin problemas.
Pero eso era, más o menos, hasta ayer. La historia del espionaje masivo a ciudadanos de todo el mundo por parte de la NSA en colaboración con compañías telefónicas y gigantes de Sillicon Valley, que podría ser que la más importante del periodismo de nuestro siglo, desvela que los servicios de inteligencia han cruzado una peligrosa línea roja: considerar a los ciudadanos como el enemigo.
Según las informaciones desveladas por The Guardian, New York Times y ProPublica, tanto la NSA como su equivalente inglés, el GCHQ, denominan de una manera bastante curiosa sus programas de espionaje masivo indiscriminado. En el caso americano, programas llamados Bullrun y Manassas; en el caso de la agencia inglesa, Edgehill. ¿El elemento común? Los tres nombres se refieren a batallas libradas en el ámbito de sus propias guerras civiles. En algunos de los documentos, incluso, se habla de “adversaries” para referirse a los afectados por el programa. Ua grave perversión, sobre todo teniendo en cuenta que, a un nivel puramente intelectual, el Estado no existe de facto, pues no es más que la representación simbólica del acuerdo de los miembros de una sociedad. Ergo, su existencia de espalda a los mismos es un simple absurdo lógico, y así nos luce el pelo.
Es la misma sintomatología que se deduce de otra de las historias que está contando The Guardian: la estrecha colaboración entre el Estado norteamericano —el FBI en este caso— con el mundo de la corporación privada para destruir el movimiento Occupy Wall Street. Una reacción que contrasta con la de los lumbreras habituales que, como pasó con el 15M en España, se limitaron a decir que el movimiento era marginal, no tenía ninguna importancia y nadie les estaba prestando atención. Ya. Por eso los documentos del FBI describen OWS como “domestic terrorism”. Conviene no olvidar que el término “Corporativismo” para referirse a un modelo de organización social lo popularizó Mussolini. Y que si en algo se parece Lenin a los neoliberales hardcore es que ambos suscriben el mismo aforismo bíblico: «aquel que no trabaje no podrá comer».
Algunos me acusarán de ser un histérico por usar estos argumentos. Otro argumento común es el de “oye, son espías, los espías pues… espían”. A quien no entiende lo peligroso que es tener un Gobierno que parece preocuparse por ti mientras espía activamente todo lo que haces, que te vende un teórico sistema de seguridad que lleva dentro un troyano que él mismo ha puesto ahí, que espía a naciones aliadas, que usa unos datos a los que no tiene derecho para justificar guerras de dudosa legalidad… no queda mucho por decirle. Quizá recordarle que, aunque no veas al enemigo, es muy posible que esté ahí. Vietnam nos enseñó eso.
Las líneas rojas se han cruzado, y el mundo que vivimos es prueba de ello. Rusia sirve de refugio para un estadounidense que quiere contarle secretos al mundo para forzar un debate positivo para la opinión pública, y los periodistas que quieren hacer su trabajo sin presiones —caso de Laura Poitras, que trabaja con Glenn Greenwald en las historias de Snowden— han de hacerlo desde la parte este de Berlín, el antiguo paraíso de la Stasi.
Aunque muchos comparan la situación actual con la distopía planteada en 1984 —y no es en absoluto una comparación desacertada—, se infravalora el potencial de Expediente X como clave de interpretación de este desconcertante mundo al que nos han arrojado. Sus taglines, en traducciones aproximadas, les sonarán a más de uno: Niégalo todo. Nuestra política es la disculpa. Todas las mentiras llevan a la verdad. Cree la mentira. Resiste u obedece. Están mirando.
Y para los que necesitan la cita de autoridad, preferiblemente ya añeja y de origen Europeo, una del Cardenal Richelieu. Un aviso para los del y si no tienes nada que ocultar, de qué te preocupas. «Si alguien me diera un papel con seis líneas escritas por el hombre más honesto del mundo, encontraría algo en él para hacer que lo ahorcaran».
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