Se buscan sujetos
Tradicionalmente se ha definido al estilo impersonal como un sello ineludible en el lenguaje periodístico. De la misma manera que ocurre con las presunciones, los condicionales y los subjuntivos, indican una cierta distancia del periodista con respecto al objeto narrado, que conferiría un presunto aire de objetividad a la pieza. El principal problema es, no obstante, que el objeto implica per se unas ciertas nociones de pacto narrativo que pueden o no aplicarse dependiendo de la actitud de los participantes en el proceso, en este caso los medios de comunicación y el público. En estos últimos años de creciente descrédito en el periodismo tradicional, cada vez más los dispositivos narrativos propios del lenguaje periodístico han empezado a asomar como costuras raídas en el traje de un rey desnudo.
Pero hay juegos más sutiles, más profundos y quizá más peligrosos dentro del huracán interminable del derrumbe de los modelos de empresa informativa tradicionales. Por poner un ejemplo, un lector habitual de prensa habrá notado que el estilo impersonal se está generalizando en los titulares de informaciones que tratan temas delicados. Este viernes pasado hemos tenido un ejemplo perfecto: “Suben los impuestos”. ¿Qué pasó ahí? ¿Decidieron los impuestos, en uso de su libre albedrío, subir sin más, para descontento de todos los españoles? ¿Notaron la tendencia a la baja de los tipos de interés en la eurozona y decidieron ser rebeldes y nadar a contracorriente cual salmón tributario (guiño, guiño)?
Pero para buscar ejemplos de despersonalización llevados a lo dantesco, hay que ir al plato fuerte: el ataque con explosivos realizado el 15 de abril por los hermanos Tsarnaev durante la maratón de Boston. En lo que respecta a la información, todo el caso ha sido un desbarajuste, un sinsentido y un cúmulo de malas prácticas verdaderamente sobresaliente; claro que jamás podrán llegar al nivel de los españoles, con sus finiquitos diferidos y sus retribuciones simuladas. Pocos minutos antes de que fuera detenido Dzhokhar Tsarnaev, que se encontraba escondido en un bote, el Boston Globe y otros medios informaban de que “se oían tiroteos”; una ciudad tomada militarmente, en una especie de estado de sitio propio de novela de Camus. Por lo que se sabe hasta el momento, Dzhokhar fue interrogado sin haber recibido la advertencia Miranda, y además sin poder hablar. ¿El motivo? Citando a la prensa, “hubo un tiro en la garganta”. ¿Lo más sorprendente de todo? Por lo que parece, el fugado no iba armado.
¿Cómo hubo entonces un tiro? ¿Apareció de entre la negrura, cual vengador nocturno, y persiguió al desafortunado Dzhokhar, que no sabía la que se le venía encima, y encima por esconderse se enfadó y se clavó a mala leche en su garganta? ¿Quién le disparó en la garganta? ¿Y por qué? ¿Por qué se tiroteó a un hombre que no iba armado? ¿A qué huelen los derechos humanos? ¿No se supone que estas preguntas son del tipo que debería intentar responder el periodismo?
Las estrategias de despersonalización de la información dañan la imagen del periodismo y minan de tal manera su credibilidad que pronto buena parte de la sociedad valorará de igual manera a un periodista y al tipo que se cuelga un cartel de “Compro oro” para pasear arriba y abajo por una avenida. Es comprensible: en la situación española actual, el tipo del cartel podría ser un ingeniero con dos MBA y hablante fluido de cantonés. Los hombres-anuncio más cultos de Europa, y a mucha honra. Además, estas estrategias favorecen un comportamiento del todo anti-periodístico: generan desafección en la ciudadanía hacia la participación política en la sociedad porque dan lugar a la impresión de que este “cotarro” (léase país) lo manejan “unos cuantos” (también está la posible variante “los de siempre”) y “aquí no va a pagar nadie”. El cuarto poder aparece aquí, ya institucionalizado y al lado de los otros, no frente a ellos, como parte de esta suerte de camarilla de cuatreros que viven por encima del bien y del mal, como tiránicos dioses helenos hechos de aire y cuentas en Suiza. El periodismo ya no es un instrumento de poder para la ciudadanía ni un soporte de comunicación y debate entre los participantes en el complejo diálogo social de un Estado moderno, ergo el periodismo —este periodismo— ya no nos sirve. Una parte de él, no hay duda, ya no sirve nada más que para hacer de bufonesco vocero de unas ideas que no resuenan en la cabeza de nadie. Un medio de información no puede ser un instrumento de opacidad. Y en ésas estamos.
Es comprensible, pues, que en este momento los medios de comunicación sean vistos como meros transmisores de información, no como generadores de la misma en tanto que aporten análisis, nuevos puntos de vista, o formas de visualizar la historia que puedan ayudar al lector a entenderla lo mejor posible. Como nuestra actualidad da últimamente decenas de ejemplos mejores que los de cualquier obra de ficción, volvamos a ella: cuando uno ve a decenas de periodistas sentados frente a una pantalla de plasma tomando anotaciones sobre lo que dice el Presidente del Gobierno desde otra habitación, quién sabe incluso si desde otro paradigma espacio-temporal, pedir crédito para la profesión es casi un acto de fe. Los periodistas se convierten, a ojos de buena parte del público, en simples intermediarios que comercian con una mercancía —la información—, le añaden un precio arbitrario y lo revenden al consumidor final. Desde que existe Internet, este paradigma ha venido desmoronándose de forma imparable, puesto que cuando el consumidor consigue acceso directo a la fuente del producto, el papel del mercader no se vuelve sólo innecesario sino también mezquino.
La labor del periodista de nuestro tiempo ha de ser, cómo no, la de hablar claro. La de informar de quiénes hacen qué cosas y por qué motivos, y quiénes y cuándo y cómo y por qué son, o van a ser, los afectados por esos hechos. Parece que el periodismo, al igual que la economía, se ha metido en un lío mayúsculo y anda todo el mundo hablando de cambios de ciclo y medidas anticiclo. Pudiera ser que, en ambos casos, lo que de verdad urja sea volver a plantearse los orígenes del asunto. Y ver qué sucede a partir de ahí.
En 1001 Experiencias | Ese oscuro objeto del consumo
En 1001 Experiencias | «Sé hablar, pero pensar no»
COMENTARIOS
2