Los dueños del futuro
En el siglo XXI, quién lo diría, los músicos han acabado convirtiéndose en ejemplo para todos. Lo cual no es, probablemente, una buena idea. No me refiero en este caso a los patrones sociales, de identidad y consumo, que generan consigo las grandes superestrellas mediáticas o los cantantes de bandas de culto, sino a ese mantra repetido mil veces: «de eso no se puede vivir». Que también se viene aplicando a cualquier tipo de producción cultural de una manera extrañamente aceptada. Resulta curioso que en la era de la robotización progresiva se haya devaluado tanto el trabajo de las ideas.
La democratización tecnológica ha permitido que cada vez un segmento más amplio de población haya tenido acceso al conocimiento y las herramientas necesarias para desarrollar actividades como la música o el cine. Esto, que en términos brutos hubiera podido ser un beneficio económico por cuanto que se amplía y diversifica el segmento, se ha encontrado con un mercado cada vez menos regulado, especialmente en el terreno de lo digital, que se ha venido generando en las dos últimas décadas, en el que parece que casi no se puede ganar sin hacer trampas.
Es sorprendente que quienes luchan con más fuerza por acabar con la distribución de contenidos por Internet son grandes empresas que se lucran de forma suntuosa y abultada a pesar de, o gracias a, ella; tanto es así que se han visto obligados a usar absurdos mentales como el concepto de lo que habríamos podido ganar si esto no pasase, que tiene de sustrato real lo mismo que el España iría peor si no hubiera ganado Rajoy que hemos visto recientemente en alguna portada de La Razón.
Sin embargo, sí que podríamos señalar algunos claros vencedores en la era de la democratización tecnológica. En su mayor parte, son esas grandes ideas emprendedoras que se han basado en recoger las ideas de otros —los verdaderos creadores— y meterlas en packs para revendérselas a otras personas, de la misma manera que los distribuidores estadounidenses hacen con sus peores películas, o sea, casi todas. Los nombres los pueden imaginar ustedes mismos: Google, Twitter, Facebook, Amazon. Los sospechosos habituales.
La ciencia ficción que ha cultivado la distopía del Estado nos ha dado muchas claves para interpretar la era de la pantalla, y también para poner a mucha gente en alerta ante movimientos invasivos. Se han luchado guerras para impedirle al Estado que se meta en tu casa —de manera literal o figurada—, y los últimos intentos de algunos Estados, caso de Reino Unido, de grabar a ciudadanos en el espacio público se han encontrado con un rechazo frontal de la población. Sin embargo, se acepta con naturalidad absoluta que muchas cámaras nos graben mientras paseamos por un centro comercial, por ejemplo. Ante la desarticulación sin alternativa del Estado que se viene produciendo desde los ochenta, han sido los agentes del mercado global los que han preferido seguir cultivando estas ideas distópicas. Si se dan cuenta, lo de perder derechos en cuanto uno pasa de ser ciudadano a consumidor es una constante aplicable a muchos otros aspectos de nuestra sociedad.
Esta misma situación se viene produciendo en Internet, de manera especialmente furibunda en los últimos seis o siete años. Las grandes compañías que mencionábamos antes se han convertido en una gran puerta de entrada por la que no se puede no pasar. En casos como los de Facebook o Google, curiosamente, la salida a bolsa fue decisiva en ambos casos en un cierto viraje de actitud con respecto a la privacidad de sus usuarios. La información, el alimento del que se nutren estas empresas, es una materia prima tan necesaria hoy en día como el cobre o el petróleo. E igual de valiosa. Es hora de que lo asumamos ya, porque vamos tarde y otros sí se han enterado.
Muchos recordamos aún las efusivas promesas de futuro que surgían de las comunicaciones globales instantáneas. Todo eran oportunidades, y de alguna manera parecía que Internet no podía hacer otra cosa que crear un mundo mejor, y fuimos muchos los que creímos en ello durante los noventa y principios de la década pasada, en la que parecía inundar la red un cierto espíritu renacentista e inocente. Pero esa época ha acabado. La era de la libre y anónima circulación de información ha terminado. La información hoy circula de ti hacia tus redes sociales y Google, y de ahí empaquetada con la de otros millones de usuarios y vendida a una lista de millonarios anunciantes.
La rebelión de las máquinas ha sido, en realidad, la de los humanos contra nosotros mismos. Al interiorizar otra idea clásica de la ciencia ficción, ésa que dice que los ordenadores son cerebros electrónicos, nos infravaloramos hasta un punto que deprime y damos pie a situaciones peligrosas. Se han creado ya sofisticadas máquinas capaces de realizar operaciones quirúrgicas de especial dificultad técnica. Con un set de instrucciones programado y probado perfectamente, ¿necesitaremos cirujanos en el futuro? ¿O el dinero que ahora se reparten los cirujanos y sus familias irá todo a Robots Médicos Inc., subsidiaria tecnológica de Bayer? ¿Es ésta una pregunta retórica?
No podemos obviar la realidad: la época de la entronización desregulada de la información ha generado una mayor situación de desigualdad mundial y una situación económica que se viene abajo por días. Así pues, otra idea más al carro de las utopías fallidas, junto a la regulación autónoma de los mercados y el paso hacia la sociedad sin clases que pronosticó Marx.
A todos nos parece bastante absurda la idea de dejar que una máquina tome decisiones relevantes sólo basada en criterios estadísticos y de probabilidad, sin atender al factor humano, que es quien habitualmente marca el curso de la Historia. Pues bien: desde hace un tiempo, el mercado se regula justamente de esta manera, a través de ordenadores que procesan gran cantidad de información, y con ella toman decisiones sobre la compra y venta de acciones. Las máquinas se sientan a jugar a la bolsa de manera autónoma, con miles de transacciones por segundo, mientras nos dicen día sí y día también que son los mercados los que tienen que decidir el futuro del mundo. Empieza a ser comprensible que la economía esté cayéndose por un barranco sin remedio.
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