El progreso y lo sagrado
Hasta ahora, Sillicon Valley había sido la única gran industria capaz de resultar impermeable a las críticas. Alejada en sus comienzos de la parte mayoritaria de la sociedad civil, su lenta implantación, fría y extraña como un chip de silicio, ha resultado paradójica: forma parte indeleble de nuestras vidas pero, en cualquier caso, nos negamos a actuar como si fuera cierto.
El objeto tecnológico, salvando honrosos géneros y algunas aproximaciones recientes, sigue siendo el elefante en cacharrería del mundo de la producción artística. Hablar de tecnología de consumo y de informática con ciertos conocimientos permanece como un atributo de nerd, y en general todo lo que lleve acrónimos en inglés es harina de otro costal.
Quizá por esto Sillicon Valley y sus mercados asociados se han podido mover siempre con libertad absoluta sin que nadie les tosiera; representan el progreso y aquí no chista nadie. Los early adopters de internet han visto cómo la red evolucionaba con ellos dentro sin que nadie les hubiera preguntado nunca si estaban conforme o no con los cambios; los nuevos contratos de servicio, aceptar, cancelar, salir. En este sentido, permanecen como la creación más perfecta de los ochenta, la época económica que les vio nacer: el neoliberalismo de Reagan.
Las informaciones reveladas por Edward Snowden han empezado a resquebrajar ese cascarón de huevo mediático, económico y sociológico bajo el que venían actuando las grandes empresas de comunicaciones en internet. La publicidad se ha metido en toda y cada una de nuestras redes sociales. Hemos aceptado una suerte de “todo gratis” —tan gratis como la televisión privada— a cambio de ofrecer un enorme set de datos, una descripción parceladísima y exhaustiva de nosotros mismos, a, ¡tachín!, los anunciantes. ¿Pero sólo? No: servicios estadísticos, compañías aseguradoras, los sospechosos habituales. Y a la NSA, de paso.
El valor de la enorme cantidad de información que los usuarios hemos dado a las grandes compañías de internet, así como el beneficio —o cualquier otro uso tan poco lícito como ése— obtenido de ella en poco más de una década, son incalculables. El dinero que han generado dudosos desarrollos tecnológicos incontestados, como la HFT (High Frequency Trading) para transacciones en bolsa, que ofrece episodios que impiden afirmar que comerciemos en un mercado realmente libre, jamás se sabrá con exactitud. Y sin embargo, ha hecho falta que un Estado se vea implicado en uno de estos usos ilícitos —y qué Estado— para que el foco recaiga sobre ellas, y sólo de rebote. Díganme si no es el paraíso de la empresa privada.
Como creció y se incorporó a la vida de los demás de manera ininterrumpida pero no siempre advertida y casi nunca rechazada, Sillicon Valley casi ha consegiudo en occidente la utopía de la economía austríaca de un mercado perfectamente autoregulado sin grandes injerencias externas; un verdadero austríaco, por supuesto, disentiría totalmente de esta afirmación.
Tal vez sea que nos hizo gracia ver a Mark Zuckerberg en ropa deportiva y zapatos horteras en una feria de millonarios en traje. Quizá fue la historia del gran éxito de Microsoft, del garaje a su hogar, oh el sueño americano. Tal vez sea que, con ese fondo blanco y el minimalismo amable, el Don’t be evil de Google resultaba demasiado bueno para no creerlo. Pero de repente ha aparecido publicidad en la bandeja de entrada en tu Gmail, y al menos veinte compañías del mundo saben si cagas antes o después de tomar el café. Bienvenido al mundo real.
Cualquiera que observe bien la realidad que nos rodea entenderá que el patrón oro hace ya tiempo que fue sustituido por el patrón información pero, sobre todo, por el patrón computación; sólo quien tiene la capacidad de crear máquinas capaces de cruzar todos los inmensos sets de datos obtenidos de manera ilegal puede realmente sacar provecho de ellos; en cualquier otro caso, son un montón de discos duros apilados, chatarra. El desarrollo de la computación de análisis de datos es la nueva carrera espacial. O nuclear, símil tal vez más apropiado. Sin embargo, de momento, el Big Data sigue siendo ese oscuro objeto del deseo al que nadie parece ser capaz de poner peros en serio. El Big Oil y el Big Food suponen matices peyorativos, pero el Big Data no. Y el de la información es, sin embargo, el monopolio —oligopolio, si son ustedes creyentes— más grande de la historia del hombre.
Quizá finalmente la tecnología ha adquirido de manera definitiva su estátus de religión mayoritaria, donde ya nadie pueda oponerse a “el progreso”, lo nuevo sagrado, sin resultar un loco.
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