Lo de que los viejos rockeros nunca mueren es un axioma que se han encargado de poner en duda los propios rockeros, con esa afición compartida por morirse o matarse antes de los treinta que tan buenos frutos ha cosechado en términos de ventas —aunque sean póstumas—. A los de las discográficas eso no les importa demasiado.

Los que sobreviven a los 27 inician, sin embargo, un recorrido fértil que, en el mejor de los casos, acaba convirtiéndoles en leyendas vivientes, sea lo que sea eso en un mundo que reconfigura su mitología simbólica, valga la redundancia, cada pocas décadas. Hay algún caso que desafía a la lógica, como el de Keith Richards, que lleva intentando matarse de sobredosis desde que tenía 20 años pero su cuerpo se niega a abandonar la fiesta. Pero es un modelo, en general, válido.

Sin embargo, la industria del entretenimiento está empezando a entrar en un ciclo de esquizofrenia y paradojas temporales que haría las delicias de cualquier autor de ciencia ficción; el guión sería tan enrevesado que la película tendría que protagonizarla Keanu Reeves para que la (no-)expresividad del actor permitiese centrarnos en lo relevante. Tomemos por ejemplo al rapero Snoop Dogg, que lleva en primera línea de fuego desde principios de los noventa. Puede que veinte años no sean nada en las canciones edulcoradas, pero en la industria del entretenimiento —alimentada por su propia prensa, siempre al servicio del chascarrillo y la fábula periodística— cada día es una larga aventura.

El hombre, que ahora se ha convertido al rastafarismo y se hace llamar Snoop Lion —a mí que me registren—, ha montado su propio canal de televisión en YouTube, WestFestTV, y presenta un show llamado GGN, «Tha Double G News Network», en la que entrevista a los iconos del rap del momento y también a otros que llevan muchos años en el juego, como RZA, Kurupt, Suga Free o B-Real, integrante de Cypress Hill.

Son los últimos quienes resultan más interesantes. El encanto de estas entrevistas es ver a dos tipos que deberían estar bordeando la crisis de los cuarenta (Snoop tiene ya 42) tronchándose unos porros de marihuana tamaño brazo de gitano y hablando como si aún no hubieran entrado en los treinta. En un mundo, el occidental, donde las estrellas de la música se trastocan en auténticos becerros de oro para los que incluso se crea una vida ficticia que encaje mejor con el personaje, poner una cámara mientras fuman y hablan de sus cosas supone una ruptura, radical y sangrienta, de los códigos narrativos con los que opera la industria. Lo de convertir a las estrellas en seres irreales no es, en cualquier caso, una novedad: hay múltiples casos de actores del cine mudo de la década de los veinte que pasaron por el mismo proceso —y sufrieron sus consecuencias psicológicas—.

Esquizofrenia temporal, decía, porque por supuesto que el tiempo ha pasado por ellos; pero lo ha hecho con mucha más intensidad por los dramatis personae que configuran sus carreras musicales. Se convierten en el paradigma de lo retro, con la salvedad de que en ellos no es postureo: por supuesto que estos tíos van a hablar de Marvin Gaye, de Marley, de KRS-One; dibujan su propia constelación, no hecha de estrellas sino de personas, y para ellos la imagen que de esos artistas tiene el resto del mundo no existe, y eso es lo que muestra la cámara. Su extemporaneidad anula la posibilidad de postureo. En una de las entrevistas, B-Real reconoce a Black Sabbath como una de sus influencias fundamentales: ¿se imaginan a algún joven rapero diciendo lo mismo sin resultar, como poco, dudoso?

WestFestTV no deja de ser, en cierto modo, una forma de rebelión, de afán de supervivencia. De sacar un personaje del relato principal, que no controla de ninguna manera, y crear un eje propio. En términos audiovisuales, Snoop ha conseguido hacer un spin-off de sí mismo, controlado por él y a su servicio. Queda por saber qué piensan los tipos de la discográfica del asunto. Como ocurre con los que se mueren, o se matan, antes de los treinta, mientras las ventas vayan bien, todo irá bien.

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