Sueños de un cineasta
Que el cine es una fábrica de sueños es un cliché contra el que poco podemos hacer… Más allá de confirmarlo. Y es que ¿dónde si no en la pantalla pueden convertirse en realidad nuestros deseos? ¿Dónde más podemos, aunque sea desde la butaca, vivir, sentir o codearnos con nuestros ídolos? Pues existe otro lugar. Y Woody Allen lo tiene claro: frente a la cámara.
Neurótico. Hipocondríaco. Cabezota. Egocéntrico. Estas son algunas de las obsesiones de Woody Allen en las que me siento reflejado. No obstante, una por encima de todas: Cinéfilo. Y como muestra, su último trabajo: Medianoche en París, un vendaval de referentes, guiños y homenajes pero, también, la sutil confirmación de una obsesión: Ernest Hemingway.
Y aquí le tenemos. Hemingway mismo (bueno, encarnado por Corey Stoll) entre el alter ego de turno de Allen (Owen Wilson) y Kathy Bates como Gertrude Stein. Un dúo con el que Woody ya se codeó –en la ficción, claro– en el relato e como uno de los personajes en el relato Memorias de los años veinte, un cuento con un parecido sospechosamente razonable con Medianoche en París publicado en el muy recomendable Cómo acabar de una vez por todas con la cultura (Tusquets Editores). Un homenaje al que luego siguió otro: el fichaje de la nieta de Hemingway, Mariel, como su casi adolescente novia en Manhattan.
Aún hay más. Esta admiración se convierte en un homenage-a-trois con la aparición de un invitado estrella que sí tuvo la oportunidad de realizar, en la vida real, lo que Allen solo pudo conseguir en la literatura y el cine: codearse con el mismo Ernest Hemigway. Y ese alguien es Orson Welles, compañero de reparto en el debut como actor de Woody en la primera Casino Royale y al que el director neoyorquino rinde tributo en el final de Misterioso asesinato en Manhattan.
Pues bien, el encuentro entre Orson Welles y Ernest Hemingway no tuvo lugar ni en medianoche ni en París: fue en Madrid. Y tampoco fue una fiesta. Al menos al principio. Pero dejemos que sea el mismo Welles quien nos lo cuente:
La primera vez que nos encontramos fue cuando me llamaron para leer el comentario de una película que él y Jon Ivens habían hecho sobre la guerra de España. Cuando llegué, Hemingway estaba bebiendo una botella de whisky. La narración era larga, farragosa, sin nada que ver con su estilo, siempre tan económico y conciso, Estaba lleno de frases pomposas como ‘Éstos son los rostros de los hombres que están cercanos a la muerte’, que se oía mientras veías en pantalla esos rostros. Mr. Hemingway, le dije, es mejor que se vean sólo esas caras, sin decir nada. No le gustó en absoluto. Y como sabía que venía de dirigir el Mercury Theater, una especie de teatro de vanguardia, me soltó: Vosotros, afeminados jovenzuelos del teatro, ¿Qué sabéis de la guerra auténtica? Yo le seguí la corriente y, con gestos afeminados, le respondí Mr. Hemingway, ¡Qué fuerte y grande es usted! Esto le enfureció y cogió una silla; yo cogí otra, y allí, ante las imágenes que se proyectaban en la pantalla de la guerra civil española, nos peleamos. Fue algo maravilloso. Dos tipos como nosotros, golpeándonos ante aquellas imágenes de gente luchando y muriendo. Al final acabamos abrazados y bebiéndonos una botella de whisky.
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