A David Beckham los detractores del fútbol moderno siempre lo miramos con recelo. Veíamos en él al abanderado de un fútbol emergente que no nos gustaba un pelo. Asistíamos a cada cambio de peinado con indisimulado desagrado y advertíamos en cada nuevo tatuaje un clavo en el ataúd del deporte que añoramos. Si el fútbol metrosexual de crestas y silkepil hace tiempo le ganó la partida a las greñas y las barbas, mucha parte de culpa la tuvo este inglés de apariencia tímida y sonrisa bobalicona, que compaginaba césped y pasarelas. Por eso nos costaba tanto reconocer que, después de todo, Beckham no estaba tan mal, futbolísticamente hablando.

Como George Best tres décadas antes, Beckham se convirtió en una celebridad, en una suerte de rock star, con su particular Yoko Ono y todo. Pero, a diferencia del extrovertido norirlandés, en el inglés todo sonaba a prefabricado, a impostado, a producto de marketing. Fue precisamente Best el que mejor definió a Beckham: “No le pega con la izquierda, no cabecea, no defiende y no marca muchos goles. Aparte de eso, está bien”. La frase, como todas las del genio de Belfast, tiene bastante de boutade, pero encierra asimismo una gran verdad y hasta un elogio. Beckham sólo tenía una gran virtud, pero era ésta tan valiosa y la explotó tan bien que le sirvió para estar tres lustros en lo más alto del fútbol. Su pie derecho era un fino instrumento de precisión que colocaba siempre el balón donde le daba la gana.

Al Madrid llegó como el último cromo del álbum galáctico de Florentino, en un momento en que el equipo seguramente tenía otras necesidades. Le tocó vivir una época convulsa del club. Nada más llegar fue protagonista principal en el descalabro del Madrid de Queiroz, que iba a comerse el mundo en febrero y acabó despeñado en junio. Ganó una liga con Capello y dejó el Madrid en 2007, en busca de aventuras exóticas y mercados por explorar. Ahora anuncia que se retira, seis años después de su retirada.

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