Recordar, no inventar: blues y flamenco
Hablar de los orígenes del blues y del flamenco es trazar un mapa del dolor a través del tiempo. A través de océanos, de páramos y llanuras. A través de continentes y de siglos. Como un arca sagrada que se mueve siempre con el alma de los hombres, la música se convierte en un factor esencial sin el que no se puede explicar la noción misma de las sociedades que los albergan. Y además guardan muchas similitudes entre sí.
«Estos dos géneros se llevan muy bien», afirma el guitarrista Javier Vargas, que ha estado girando recientemente con Raimundo Amador, uno de los guitarristas que han puesto más empeño en fusionar sensaciones de ambos géneros. «Son hermanos de sangre y de sentimiento». La razón para este improbable hermanamiento se abre en dos grandes ramas: la estilística y la histórico-cultural.
El blues y el flamenco son música de hombre y de guitarra, de quejío y de rasgueo, de doce barras eternas incapaces de contar dos veces la misma historia. Esta sencillez formal llega a cristalizar en palos del flamenco, como el martinete o la carcelera, que se interpretan sin guitarra. Merece la pena recordar que durante la dictadura franquista se prohibió la práctica del flamenco en muchas cárceles. Esta sencillez es, sin embargo, solamente formal, como lo es también la del blues de las doce barras; los endiablados ritmos que pueden crear una guitarra, una caja y unos palmeros podría volver loco a cualquiera. En lo que concierne a la voz, en ambos estilos son frecuentes los melismas, que mantienen la cadencia de la voz y potencian la expresividad de cada sílaba de las letras.
Más allá de lo estilístico, sin embargo, es donde podemos encontrar los lazos más profundos entre estos modos de expresión. En lo histórico, hablamos de pueblos maltratados, instrumentalizados, desarraigados y silenciados. Los africanos vivieron bajo el yugo de la esclavitud y los gitanos optaron por un nomadismo físico y cultural que nunca han abandonado del todo, lo que hace que aún hoy haya problemas de integración. En lo esencial, sin embargo, ambos pueblos han compartido el mismo sufrimiento. En palabras del cineasta granadino Alejandro Molina, «el algodón, el pantano, el polvo y todo eso son sólo lo superficial; no sabes lo que es recoger algodón pero sí alcaparras; no hay un delta pantanoso pero tenemos chabolas cenagosas».
Esta música surge de la vida y va hacia la vida; en definitiva, como todo gran arte, es un instante estirado que transpira eternidad y que habla del hombre y de la mujer porque en el fondo no se puede hablar de otra cosa. Se alimenta del dolor porque el dolor es el gran patrimonio de la humanidad. Habla de lo que el hombre perdió, de lo que el hombre nunca tuvo, de lo que nunca podrá tener, siempre en primera persona del singular. Como afirma el poeta José Manuel Caballero Bonald, «el cantaor no inventa, recuerda». Y en eso reside buena parte de su fuerza. En palabras del pianista Ben Sidran, «el músico es el documento, él es la información».
La mujer juega también un papel fundamental en ambos géneros; como objeto y, sorpresa, también como sujeto. Demasiado rápido se señala y juzga aquí el machismo, que aunque es indudable —al fin y al cabo no es más que otro reflejo del mundo en el que existen— requiere de muchas matizaciones. El blues femenino se reivindica a sí mismo casi desde los comienzos y juega un papel decisivo en una cierta imagen cultural de la mujer afroamericana que aún hoy pervive; una mujer fuerte, independiente y decidida, que tiene su propio orden de prioridades y no se deja ser jugada por ningún hombre. Bessie Smith y Ma’ Rainey son dos nombres imprescindibles que no deberían perderse. Por su parte, el flamenco propicia uno de los primeros movimientos de liberación femenina en la España de principios del XX a través de la proliferación de las actuaciones de mujeres en los cafés cantantes de ciudades como Sevilla. «Conchita la Peñaranda / la que canta en el café / ha perdido la vergüenza / siendo tan mujer de bien», reza una copla antigua. Cantaoras como La Niña de los Peines compartieron tablao con los mejores cantaores de la época. Y el baile no puede entenderse sin la mujer. En palabras del periodista Manuel Bohórquez, «por tanto, eso de que el flamenco es un arte machista habría que irlo olvidando».
Las similitudes llegan incluso a lo terminológico. Empezando por la tradición de los expresivos apodos (Howlin’ Wolf, Lightnin’ Hopkins, el Camarón de la Isla, el Cabrero) hasta la manera de escribir el ínterin sentimental, ese inefable brillo que opera la magia de esta música: el soul y el duende, lo deep y lo jondo. Ambas son también música social, que tiene como misión fundamental crear lazos culturales que mantengan la unión del grupo en circunstancias adversas y muy lejos del hogar (si es que ese lugar existe). Es el mismo papel que juega socialmente la religión, y de ahí surge la natural y constante imbricación de ambos elementos en muchas de sus piezas más importantes. Como afirmó el propio Miles Davis, uno de los superdotados de ese hijo bastardo del blues que es el jazz, «flamenco is like our blues». Después de escuchar su Flamenco Sketches de 1959, yo estoy dispuesto a creer en su opinión.
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