París-Roubaix: bailar sobre las piedras
El traqueteo incesante de cada pedalada sobre los tramos adoquinados de la París-Roubaix se parece bastante a bailar sobre las piedras. Pocos espectáculos son tan dignos de ver, por plasticidad y belleza, como el pelotón enfilando el Bosque de Arenberg y saltando en mil pedazos cuando la selección natural del pavés se impone con tiránica firmeza. Hay muchas carreras, pero ninguna como la Roubaix: trescientos kilómetros por el norte de Francia, desde París al velódromo de Roubaix, en las cercanías de Lille. Siete horas bajo el viento, la lluvia, el barro o el polvo. La Roubaix, allí donde se forjan las leyendas y donde ningún español ha sido capaz de imponerse, celebra este domingo su 111ª edición.
Los héroes lo son porque se sobreponen a las dificultades. Hay deportes más heróicos que otros. El fútbol es un deporte heróico ocasionalmente, durante las remontadas o cuando los equipos pequeños se imponen a los equipos grandes. El baloncesto lo es, con frecuencia, en los minutos finales de un partido extremadamente igualado. El tenis produce héroes cuando dos titantes se enfrentan durante horas y horas en un tanteo interminable. El ciclismo, la natación o el atletismo son heróicos, con mayor regularidad, por las propias dificultades que plantean en sí mismos. Un ejercicio físico extenuante, superior a la técnica. La París-Roubaix es la sublimación del heroísmo porque la dificultad reside en la propia carrera y no en su contexto o en los participantes. Cruzar sus pasillos adoquinados es ya un ejercicio de honra eterna.
El nervioso traqueteo
Cualquier cicloturista habitual podrá corroborar que la conducción nerviosa de la bicicleta sobre carreteras rugosas o mal asfaltadas supone una auténtica tortura. Sucede algo parecido cuando los caminos de tierra, con bicicleta de montaña, son especialmente escarpados. Sólo multiplicando por una cifra muy superior esta incomodidad, este progresivo dolor y cansancio, podemos calcular hasta qué punto es complejo vencer en una prueba de estas características. El pelotón enfila los tramos de piedra a más de cuarenta kilómetros por hora, y cada uno de los resquicios que los adoquines dejan entre sí provocan que todos y cada uno los rincones del cuerpo se retuerzan por el sufrimiento.
Una experiencia de estas características, en pleno esfuerzo físico, provoca diferencias insuperables. El ciclismo es un deporte acostumbrado a ver cómo los ciclistas son capaces de perseguirse mutuamente en el llano y a cómo los favoritos se descuelgan entre sí en la montaña. Son célebres las imágenes de tal o cual corredor clavado en una cuesta imposible, incapaz de dar réplica al ataque o al ritmo sostenido de un ciclista más poderoso. Esto sucede también en la Roubaix, con el añadido de que el fenómeno se reproduce en el llano. Resulta fascinante observar al pelotón fragmentarse en mil pedazos mientras unos ciclistas dejan atrás a otros. No hay ataque alguno, se trata tan sólo del pavés. Diferentes velocidades, diferentes talentos. Es por eso por lo que la París-Roubaix es una carrera tan emocionante. Los ataques vienen dados por las propias condiciones del recorrido. Es harto complicado ver a un gran grupo llegar a la meta.
La París-Roubaix es historia pura del ciclismo. En sus carreteras y tramos adoquinados se respira ciclismo por los cuatro costados. Un clasicismo difícilmente observable hoy en cualquier otro deporte. Creada a finales del siglo XIX, la del domingo será la edición 111. Desde entonces ha estado dominada por corredores de gran corpulencia y potencia, mayoritariamente belgas. Las condiciones climatológicas acentúan las dificultades: cuando llueve todo se transforma en un terrible barrizal; cuando hace sol y calor, el polvo se cuela en cada resquicio de la ropa de los ciclistas. Nunca hay tregua. De especial leyenda son las imágenes de los ciclistas envueltos en un manto de barro. Hace muchos años que no se repite esta imagen, pero este ha sido un invierno lluvioso y quizá volvamos a ver un espectáculo único.
Cuando hablo de barro hablo de esto.
Los grandes protagonistas
La poética natural del ciclismo se expresa con una magnitud inigualable en la París-Roubaix. Es una carrera selectiva. Sólo un grupo muy reducido de corredores del pelotón está capacitado no sólo para ganarla, sino para disputar su victoria. Los nombres habituales del Tour o del Giro (Contador, Valverde, Scarponi, Schleck, Froome, Porte, Hesjedal, Van den Broeck) ni se acercan. Grandes clasicómanos que dominan las Ardenas o el Tour de Flandes deciden dejarla para mejor ocasión (como Gilbert o ahora Sagan). Y unos cuantos esprinters la repudian. La París-Roubaix es una carrera temible como ninguna otra.
El traqueteo, el barro, el polvo, la distancia, las caídas. La París-Roubaix sólo es apta para titanes. Uno de ellos es Tom Boonen, leyenda viva del ciclismo y vigente campeón de la prueba. Es también el dominador histórico junto con De Vlaeminck (cuatro victorias). Les siguen tipos de acreditada dureza como Merckx, Moser, Muuseuw, Lapize o Van Looy. Algunos grandes devoradores de triunfos, como Hinault, jamás cejaron en su empeño de ganarla. Hoy en día es un nido de enormes rodadores y superespecialistas en la materia. Algunos nombres para esta edición: Cancellara, Turgot, Kristoff, Flecha, Chavanel, Van Avermaet, Vansummeren, Haussler, Boasson-Hagen, Geraint Thomas, Terpstra, Oss o, quién sabe, Offredo.
Otra particularidad de la Roubaix es el amor que sus seguidores le profesan. Tradicionalmente, la carrera se disputaba por las carreteras adoquinadas porque, sencillamente, no había otras. Esto cambió progresivamente. La desaparición del adoquín por el asfalto puso en peligro la idiosincrasia de la prueba, así que surgió la asociación de Amigos de la París-Roubaix: una serie de benditos dementes que se dedican a cuidar de las piedras para que los ciclistas sufran como siempre han sufrido. Enternecedor, ciertamente, pero esencial para mantener viva la carrera. La Roubaix, no en vano, es patrimonio de Nord-Pas-De-Calais, un símbolo y un motivo de orgullo.
La París-Roubaix es una carrera que debería verse, al menos, apartir del Bosque de Arenberg, habitualmente alrededor del kilómetro cien. No desperdiciarán su tarde, se lo aseguro. Es una maravilla. El infierno del norte, como fue bautizado en su día el frente de la Primera Guerra Mundial, por donde transcurre la Roubaix, se reproduce a una escala deportiva en esta inolvidable carrera. En fin, qué más puede decirse de una carrera cuyo símbolo y trofeo es una piedra. Ah, sí, se puede decir algo más. Concretamente, lo que Theo de Rooij contestó hace años a un periodista tras terminar la prueba.
Esta carrera es una tocada de cojones. Estás trabajando como un animal, no tienes ni tiempo para mear y tienes que mearte encima. Vas en bici por el barro, resbalas. Es una gran mierda.
Cuestionado de nuevo sobre si la volvería a correr, De Rooij aseveró:
¡Por supuesto, es la carrera más hermosa del mundo!
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