Palabras malsonantes en textos biensonantes
Los tacos en la literatura pudieran parecer algo muy de ahora, muy cool, muy posmoderno, muy Trainspotting y todo eso, pero lo cierto es que determinado sector cultural e intelectual siempre ha defendido la procacidad y la suciedad verbal desde el principio de los tiempos (artísticos).
Como muestra, un botón: ¿Qué escucho? ¿Son almas en pena? ¿Son hijos de puta?
El que profiere tal frase es, nada menos, que Valle-Inclán en las primeras páginas de sus Comedias Bárbaras. Y Cervantes o Quevedo usan habitualmente palabras como “puta”. El mismo Quevedo escribió un libro titulado Gracias y desgracias del agujero del culo. Y Rabelais (1494-1553), en su Gargantúa y Pantagruel, consigue alcanzar niveles de escatología que incluso ruborizarían a los guionistas de South Park, con fragmentos dedicados, por ejemplo, a un retrete que habla con el usuario:
Sergio Parra es periodista y escritor. Divulga ciencia en Xataka Ciencia, Quo, Conec y Mètode, hace crítica cultural en Papel en Blanco. También colabora con Editorial Planeta y asesora científicamente a RBA coleccionables. Es autor de varias novelas y relatos y próximamente publicará su primer libro de viajes en Editorial Martínez Roca, así como una biografía de Michael Faraday para RBA. Podéis seguirlo en twitter en @SergioParra_
Cargante, bostante, pedante, cacoso, tu coso colgante bajante a mi foso, guardoso, mierdoso, asqueroso, ¡San Telmo te espante si todo agujero mugroso, trasero, no limpias entero cuando te levantes.
Pudiera parecer, tras un análisis superficial y algo carcamal, que escribir palabras malsonantes en un libro o artículo afea nuestra imagen frente al lector. Y tal vez es cierto, como igualmente es cierto que todo cuanto se salga del tiesto provoca rechazo general. El problema, pues, reside en buscar el aplauso general o académico. Ése que provoca que muchos autores se dejen en la aduana los signos distintivos del talento, o los degraden hasta hacerlos irreconocibles.
No somos tan soeces
Además, el idioma español es más eufemístico que soez. Aunque escuchando a determinados personajes de la tele sospechemos que el español es riquísimo en palabrotas, a pesar de que Camilo José Cela escribió el Diccionario secreto, un gigantesco volumen con millares de palabras malsonantes referidas casi en exclusiva al sexo y los excrementos, el idioma inglés nos gana por goleada.
Al menos en una conversación cotidiana, tal y como afirma el autor del libro Diccionario sohez del español cotidiano Delfín Carbonell Basset. Y es que ya lo dijo una vez el escritor C. S. Lewis:
Una vez que te pones a hablar de sexo explícitamente, te ves obligado a escoger entre la lengua de la guardería, la de los bajos fondos o la de clase de anatomía.”
Si queréis profundizar más sobre todo ello, os recomiendo vivamente la lectura de El mundo de las palabras, del psicólogo cognitivo Steven Pinker. En él hay un capítulo dedicado en exclusiva a las palabrotas, en el que el autor ofrece relaciones de palabras malsonantes, análisis de términos que ya son tabú en EEUU (como nigger) o casos de pacientes que perdieron el habla pero, sin embargo, pueden seguir maldiciendo, lo que sugiere que las palabrotas pueden ser un tipo diferente de palabras, conectadas de alguna forma con nuestro cerebro más primitivo.
Pero que ello no os lleve a engaño: que las palabrotas procedan de partes abyectas de nuestra mente no significa que modelen nuestra mente. Es decir, pronunciar una palabrota no nos vuelve un rufián, ni provoca que tengamos malos pensamientos, ni ensombrece nuestro código moral cotidiano. Es justo al contrario: nuestro lenguaje es el que refleja lo que anida en nuestra mente.
Las palabras no predisponen a las actitudes de las personas, por ello resulta tan estéril cambiar palabras raciales o de connotaciones despectivas por términos eufemísticos: la gente dirá las cosas de otra manera, pero seguirá pensando esencialmente lo mismo.
Los reprimidos
Oh, muy gosh, dicen lo que se la cogen con papel de fumar, en vez de oh, my God. Chico de color o miembro de la diáspora africana en vez de negro. Muchacha de moral distraída en vez de puta. Las estrategias que llevan a cabo los reprimidos a fin de evitar que su boca articule palabras prohibidas es ciertamente retorcida, y cambiante con el transcurrir del tiempo o las modas.
Son los afectados epidérmicos, los sencillos puritanos con mucho tiempo libre. Personas que aprobarían el lenguaje empleado en la novela de ciencia ficción y sexo explícito de Andreu Martín, Ahogos y palpitaciones, donde “pornar” es el verbo que sustituye a follar, por ejemplo.
Sin embargo, finalmente los que son finolis con el lenguaje se comportan tan bien o tan mal como los que no lo son. Es algo similar a lo que sucede con los que se consideran creyentes parangonados con los ateos: las estadísticas sugieren que las cárceles de Estados Unidos están más llenas, porcentualmente, de creyentes que de ateos.
Así pues, ¿queremos leer novelas que parezcan genuinas o preservar la ingenuidad y la pureza de las mentes (supuestamente)? ¿Queremos descubrir cómo son y cómo piensan hasta los personajes más execrables o preferimos que los personajes evangelicen al lector (supuestamente)?
Ya sabéis que lo prefiero yo.
Así que venga, todos juntos, asilvestremos nuestra alma, intoxiquemos el aire de olores venéreos el aire, embadurnémonos del mal gusto. Seamos como los yoruba africanos, que al insultar a alguien, el calumniado se ve obligado a devolverle el insulto al calumniador manteniendo la rima y doblado en agravio recibido, tal y como ocurría en las batallas dialécticas y de esgrima del videojuego Monkey Island. Lo pasaremos bien, digan lo que digan. Y seremos mejores.
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