He venido a matarte en un córner
Nunca vi a nadie correr la banda izquierda de aquella manera religiosa y lunática. Y menos en segunda regional, zona norte, donde a menudo se llegaba al terreno de juego directamente del pub, con un vaso de tubo en la mano. Aquella tarde Chelis corría sin balón y sin cabeza, pero como si hubiese oído, precisamente, que la habían visto rodando en las inmediaciones del córner. El juego estaba parado. Se cumplía ya el minuto ochenta y cinco, más o menos, y un compañero de equipo de Chelis, víctima de una falta criminal, se dejaba querer por la hierba, para coger aire. Ese verano coincidió un septiembre seco y todos –unos por sed, otros por resaca– se aferraban a las botellas de agua que les lanzaban desde los banquillos. Menos el lateral izquierdo. En ese momento, Chelis avanzaba desesperado hacia la línea de puerta rival, se escondía detrás del banderín de córner, y allí meaba aliviado, feliz, como si hubiese marcado de chilena. Todos aplaudimos la jugada. Yo tenía catorce años y esa tarde empecé a entender que el córner era un lugar –sentimental y físico– pensado especialmente para el drama, que frecuentaban tipos indescifrables. Años después leí en un texto de Enric González la historia de Ezio Vandrame, que en un Padua-Udinese «utilizó el banderín del córner para limpiarse los mocos, anunció con grandes aspavientos que pensaba marcar de tiro directo, y marcó». Para entonces, yo ya estaba convencido de que en las esquinas del campo de fútbol a menudo se cavaba tu tumba. O la de tu rival.
El córner es casi la muerte, un ataque al corazón, la caja de Pandora. Si eres defensa, durante su ejecución sólo pueden ocurrirte cosas horribles. Es la esquina oscura, con olor a pis, por la que casi nunca patrulla la policía. Pueden robarte, golpearte, dejarte baldado, incluso manosearte los genitales, como Míchel a Valderrama en un Real Madrid-Valladolid. Nadie entendió nada de aquel gesto, salvo que sólo era posible en el marco de córner.
Ni siquiera, cuando eres atacante, puedes estar del todo tranquilo en ese rincón. El 23 de noviembre de 2002 el Real Madrid acechaba al Barça en el Camp Nou. El balón salió por la línea de puerta. Córner. Minuto 72. Hacia allí se dirigió Luis Figo, que dos años antes había fichado por la billetera de Florentino Pérez, y de paso por su equipo. En su primera visita al estadio culé como madridista, lo habían acusado de tener miedo a lanzar los corners. En esta ocasión, no se amilanó. Los aficionados habían estado silbándole y diciéndole cositas feas, en estilo directo, exclamativo. Cuando se disponía a ejecutar el saque, el cielo se encapotó y comenzaron a lloverle objetos. Todo tipo de objetos. Botellas, teléfonos móviles, monedas, bolas de golf y de billar. Incluso una cabeza de cerdo. La afición se sentía todavía traicionada, un sentimiento difícil de curar, porque un día Figo era suyo y al siguiente había fichado por el rival supremo. Así que como no pudieron llevarle a la cama una cabeza de caballo, le lanzaron la cabeza de un cochinillo. Tiene lógica. El córner es un lugar ideal para la emboscada. Puyol reclamó calma, y Figo logró al fin lanzar el córner. Casi marca. En el último segundo, la mano de Bonano desvió el balón otra vez a saque de esquina. Y a empezar de nuevo. Pero esta ocasión fue imposible. La tormenta se volvió perfecta. El partido tuvo que suspenderse un cuarto de hora. Llovía demasiado fuerte.
Cuando defiendes, el córner dispara tus fantasmas. «Y si…». A veces preferirías no mirar, si no fuese porque esa estupidez dejaría libre de marca al delantero. Siempre hay algo que temer cuando el especialista se dirige al saque de esquina. No importa lo dormido que haya estado el partido hasta entonces. En ese instante, se despereza. Cuando el Atlético se encierra, y se nos viene encima un córner, yo siempre pienso en Gary Cooper, cuando explicaba que «cuando estás con Grace Kelly da la impresión de que se va a comportar como un témpano, hasta que le bajas las bragas. Entonces es un volcán en erupción». Todo tiembla, de pronto, cuando el balón sale a córner. Erupciona. Algo horrible y bello va a pasar.
Esa es la típica zona en la que recibes un navajazo desapercibido, que sólo descubres cuando te tocas y sientes la sangre. No importa que no lo merezcas. Sucede, y punto, como cuando tiras cuatro balones al poste y pierdes la Copa del Rey porque el destino está con el otro. Ni siquiera el juez de línea quiere mirar cuando el atacante pone el balón en el área pequeña, de rosca, tras empaparlo en veneno. Es sabido que el 26 de mayo de 1999 el Bayer de Múnich murió –a última hora– desangrado de dos cuchilladas certeras a manos del Manchester United. Otra vez el escenario fue el Camp Nou. Los alemanes palmaron en los minutos de descuento, cuando ya casi eran campeones de Europa. Murieron, en cierto sentido, como Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada, cuando los hermanos Pedro y Pablo Vicario lo acuchillaron por la espalda a las puertas de su casa, tras las que por muy poco Santiago no logró refugiarse. Aquella noche atroz, con la que Kahn todavía llora por las noches, el primero en clavar el cuchillo fue Sheringham, que dejó sin efecto el gol de Basler en la primera parte. Pasaba del minuto noventa. Menos de uno después, gol de Solskjaer y cuchillada mortal. Los alemanes, que se habían pasado media vida arruinando a los rivales, justo cuando desde el sofá tú incurrías en el tercer bostezo, me recordaron ese día a Clint Eastwood en Sin perdón: «Me llamo William Manny. He matado a hombres. He matado a mujeres y niños. He matado a todo tipo de seres vivos. Y hoy he venido a matarte a ti». Es decir, a Kahn, a Matthäus, a Babbel, a Effenberg, a Ottmar Hitzfeld… Lamentablemente, Alemania no aprendió que el córner es la muerte, y en el Mundial de Sudáfrica Carles Puyol los privó de la final, otra vez a la vuelta de un saque de esquina.
El peligro acecha en las esquinas. En cualquier esquina. No hablo de fútbol. En realidad, cuando hablo de fútbol, casi nunca acostumbro a hablar de fútbol. Leónidas, y unos pocos espartanos más, murieron en una esquina de las Termópilas, no sin antes vender carísima la derrota. Tony Montana, en Scarface, muere también acorralado en un recodo de su casa, después de recibir cien disparos, gritando que a él no lo mataban las balas. Incluso Cristo murió en una cruz que, como se sabe, tiene cuatro esquinas.
A veces, cansado de morir en un córner, eres tú el que matas, en defensa propia. En el Atlético, acostumbrados a palmar cuando el destino nos prometía la felicidad, nos hicimos un día con el mejor asesino de córner que se recuerda. Fuimos a buscarlo a la antigua Yugoslavia, con fama de buenos francotiradores, como Stojkovic. Preguntamos puerta a puerta, hasta dar con él. Todavía hoy, cuando nuestros interiores apuran la banda izquierda del Vicente Calderón para centrar, sienten nítidos los susurros del fantasma de Milinko Pantic, instalado allí desde el Doblete. Pero algunas noches de fútbol y gloria la esquina también te ofrece refugio, como ese rincón en el que te escondes para echarte un cigarro, cuando quieres estar solo. Esos días que la victoria se te insinúa, y que sólo puedes agarrar por un fino hilo, mientras esperas que pasen los segundos para que el árbitro pite el final, caes a banda, vas cayendo, caes más, hasta llegar al córner. Ahí, a la sombra del banderín, acabas de fumarte el encuentro, como si justo antes hubieses estado follando.
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