«Es la industria, estúpido»
Preguntarse qué está pasando en España parece cada vez más un ejercicio de metafísica. Los datos macro y la vida del ciudadano de pie, inflamada día tras día por Mariano Rajoy y los miembros de su Gobierno, no parecen corresponder al mismo país, o al menos no de manera coherente. La devaluación interna por la vía de los salarios y el austericidio pueden pintar líneas menos hostiles sobre las gráficas de los analistas de la Troika, pero no hacen más que arruinar la vida de la gente. ¿Cómo se explica esto?
En el debate económico está resurgiendo con fuerza el debate alrededor del concepto de desindustrialización, que hasta no hace mucho era visto como poco más que una etapa transitoria, iniciada a finales de los 70 tras la crisis del petróleo, y que vivió su apogeo durante el reaganismo en Estados Unidos. Sin embargo, cada vez son más los investigadores que inciden en la idea de que es un proceso que continúa vigente, y que ha ido adquiriendo nuevos matices que hacen difícil predecir su futuro.
Las tendencias globalizadores del imperio mundial de la información han permitido que ciertos procesos históricos se hayan reproducido a mucha más velocidad en los países emergentes que en los países del primer mundo; la industrialización es uno de ellos. Estos movimientos, que duraron entre varias décadas y más de un siglo, permitieron asentar el estátus dominador de las naciones más poderosas del mundo aún hoy. Y lo hicieron a distintos niveles.
Por supuesto, uno de ellos es el económico. En Reino Unido, antes de la Primera Guerra Mundial, la industria suponía el 45% del total de los puestos de trabajo. Tras bajar hasta el 30%, se mantuvo alrededor de esa cifra hasta que la crisis del petróleo acabó por endosarles a Thatcher; desde entonces, ni siquiera logran llegar al 10% de la fuerza de trabajo. El caso de Estados Unidos es similar: el 27% del total de personas empleadas hacia la mitad del siglo pasado lo hacían en la industria; hoy tampoco llegan al 10%. Incluso en Alemania, que en 1970 poseía un fortísimo sector industrial (40% del total de población empleada), las tasas de industrialización no dejan de caer.
El otro nivel al que actúa la industrialización, sin embargo, es aún más significativo. Muchos de los pilares fundamentales de la democracia occidental no hubieran surgido jamás sin una industrialización sostenida en el tiempo: los movimientos obreros y la negociación sindical, la uniformización y disciplina en los partidos políticos, y la organización de los estamentos sociales y políticos en un eje-izquierda derecha. Tradicionalmente, puede considerarse a las democracias occidentales del XX como el producto de las eternas luchas entre el capital y los trabajadores; la propia situación se vuelve absurda fuera de un ámbito industrializado. Y en ésas andamos.
El neoliberalismo económico, cuya propagación se ha producido a la velocidad de la luz gracias a los nuevos dispositivos tecnológicos, ha permitido reproducir estos procesos —o, al menos, intentar hacerlo— en países emergentes y del tercer mundo. Los resultados, sin embargo, no han sido en absoluto satisfactorios.
Tomemos por caso a India y Brasil, dos de las mayores economías emergentes de las últimas dos décadas. En Brasil, el porcentaje de empleo atribuible al sector industrial se mantiene raquítico, con una subida de apenas el 12% al 15% durante los últimos años de los 70. En la década siguiente, sin embargo, el país empezó a desindustrializarse y no ha parado hasta el momento, a pesar de haber tenido etapas de crecimiento económico que le hubieran permitido impulsar un tejido industrial propio. El caso indio es aún más sangrante: su máximo histórico de empleo industrial corresponde al 13% que alcanzaron en el año 2002, y desde entonces no ha hecho más que bajar. Además, estos procesos no han supuesto un aumento importante de la renta per cápita de sus ciudadanos.
El caso español, como suele ocurrir, se encuentra en tierra de nadie. La Revolución Industrial llegó tarde y mal a nuestro país, sumido hasta bien entrado el XIX en una mentalidad rural, asfixiada por la falta de consumo interno y dominada por terratenientes excesivamente poderosos (¿les suena la historia?), a lo que se sumó el golpe a la estructura empresarial de la pérdida de Cuba en 1898. El Plan de Reconversión Industrial, desarrollado como respuesta a la crisis del petróleo de 1973 tras un desarrollo interrumpido por la Guerra Civil, acabó quedando en agua de borrajas en 1978, lo que hizo que el Vicepresidente de Asuntos Económicos de la época, Enrique Fuentes Quintana (UCD), abandonara su cargo.
Desde entonces, el único modelo de desarrollo que se ha perseguido en España es el heredado de los años sesenta del franquismo: ladrillo, turismo barato e intercambio de divisas, espoleados por dinero norteamericano primero y europeo después. Este proceso también supuso el desmantelamiento de buena parte de la industria pesada española, que agoniza lentamente desde el paquete de medidas de 1981. Y todo ello pese a que España se había colocado en décimo puesto mundial a nivel industrial en 1974.
Y es aquí donde una prematura desindustrialización, llevada a cabo sin alternativa creíble, entronca a España con Brasil, India o China: países que no han conseguido aumentar su renta per cápita media de manera significativa durante el proceso, que se encuentran ahogados en economías dependientes y de servicios y con serios problemas democráticos y de gobernabilidad. Los datos industriales, como el descenso en un 26.7% en la actividad entre 2007 y 2012, muestran un evidente desplome de la economía real, que los datos macro de la economía financieran sólo logran maquillar muy levemente.
Es éste el peligro que corre España: convertirse en una economía de servicios, casi en vías de desarrollo, con una normalización del trabajo precarizado y de bajo requerimiento educativo y salario, que sumados a una inexistente modernización tecnológica dibujan un panorama de difíci solución. Como afirman los investigadores Russo & Linkon en su ensayo The Social Costs of Deindustrialization, “las comunidades desindustrializadas se vuelven a menudo sitios de constante forcejeo, creando un ciclo de fracasos del que es difícil escapar”.
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