El aire en la pantalla
La fascinación por el efecto del viento sobre un rollo de película (o sobre el montón de células fotovoltaicas de un CCD) es casi tan viejo como el propio cine. Quizá tiene mucho que ver con buscar los propios límites de la imagen en movimiento como imagen-tiempo (en la definición de Deleuze); la búsqueda del límite, en este caso, se une –en una divertida paradoja- con la indagación de aquello que es más específicamente propio del cine: por más evocadores y bellos que puedan ser los paisajes de Friedrich o de Turner –por ejemplo- pero será imposible que veamos en ellos al viento moviendo la hojarasca.
Así pues, es comprensible la fascinación de algunos cineastas con el viento. Uno de los ejemplos primigenios de esto es el propio Georges Méliès, el mago que queda automáticamente fascinado por el aparato cinematográfico tras contemplar las primeras vistas de los Lumière. En concreto, el propio cineasta reconoció su fascinación por la obra breve Le repas de bébé, rodada en algún momento de 1895. A pesar de que en su proto-narrativa el viento no tenía ninguna importancia concreta, Méliès quedó fascinado por el movimiento de las hojas de los árboles en un árbol que se podía apreciar en segundo plano. También da para preguntarse qué ha pasado para que a un cineasta como el autor del Voyage dans la lune (1902) le fascine el efecto del viento en un árbol en segundo plano, y a directores contemporáneos como Michael Bay le fascine poner muchas cosas a explotar delante de la cámara.
Como ocurre a menudo con el Arte, las dicotomías que podemos encontrar a lo largo de la Historia del Cine tienen su origen en los mismos inicios. La propia visión global del cine europeo, así, como concepto, en contraposición al cine norteamericano, viene ya de 1895 (o incluso de antes, si me apuran): mientras que las vistas de los Lumière, y los primeros trabajos de autores como Méliès y otros relacionados con Pathé y Gaumont, van más relacionados con el trabajo del ojo sobre la propia realidad, en el proto-cine presente en el kinetoscopio del americano Edison se impone desde siempre cierta noción de la imagen-espectáculo (aquellos vídeos de forzudos y bailarinas de cancán) de las que ya hablaron mucho y muy bien autores como Baudrillard o Débord.
Así pues, esta capacidad del cine que observa se pierde como vocación tras las películas de Thomas Harper Ince y, sobre todo, tras el estreno de El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915), y no se recuperará hasta mucho después, con las nuevas olas europeas, tras la caída en desgracia del megalómano sistema de los estudios y de su sistema de narración absolutamente esclavizado por la narración.
Probablemente, la gran película europea que recupera el viento para la imagen-tiempo sea Trop tôt, trop tard (1982), realizada por dos de los mejores documentalistas políticos de la historia del cine europeo, Danièle Huillet y Jean-Marie Straub. La temática política es preeminente en Trop tôt, trop tard: dividida en dos partes, una ambientada en Francia y la otra en Egipto, la película aborda directamente (como es tónica habitual en su filmografía) el tema de la lucha de clases desde una perspectiva histórica en Francia. En todo caso, esto es secundario; a nosotros lo que nos interesa es el viento, y pocas veces podremosverlo de la misma manera que en la arena arrastrada del desierto egipcio subordinada a los movimientos de la cámara.
De hecho, hay que remontarse casi sesenta años para llegar al referente más claro de esta obra de Huillet-Straub: hasta Victor Sjöström y su El viento (1928), una de las obras capitales del cine mudo, e incluso de todo el cine, si me apuran como ocurre a menudo con las películas de Sjöström-Seastrom (sí, llegó aamericanizar su nombre porque era demasiado complicado de pronunciar, aparentemente, aunque por suerte la Historia del Cine le recuerda con su apellido original). En esta película entenderemos que, en cierto modo, el desierto egipcio de Trop tôt, trop tard no queda muy lejos del de Mojave, donde Sjöström rodó las mejores escenas de El viento. Una película absolutamente fascinante, un melodrama alejado de clichés (no volverían a verse tan buenos melodramas, en mi opinión, hasta la aparición en escena de Douglas Sirk) y tal vez el mejor papel de la star Lillian Gish. No dejen de verla.
Justo 60 años después de la aparición de El viento, y nunca sabremos si por casualidad o no (yo no estaría muy seguro), otro de los cineastas de vanguardia más reconocidos, Joris Ivens, rueda el documental Une histoire de vent (1988). En este documental fantástico (que no fantástico documental) y simbólico, el sujeto es, de nuevo, el desierto, aunque en esta ocasión lo será el desierto chino del Gobi. Por terminar de rizar el rizo y de cerrar círculos de influencias (esto es de lo más divertido de pensar sobre cine), uno de los personajes de la película sueña que es parte del reparto de Voyage dans la lune de, ¡tachán!, Méliès. Une histoire de vent no es sólo una gran película sobre el viento (sin serlo, por supuesto, como todas las otras): es también una película que puede enseñarnos a respirar.
Finalmente, para los fans de referencias un poco más contemporáneas, pueden encontrar al viento como secundario de lujo en la magnífica obra El caballo de Turín (2011), del húngaro Béla Tarr. Aquí no hay desierto; no físico, al menos, aunque si observamos el paisaje que rodea a la casa donde viven (o mueren lentamente) los protagonistas es probable que lleguemos a entender que Tarr quería mostrar un desierto humano, un desierto del alma. Y desde luego que lo consigue. El viento ruge y ruge contra la ventana, haya vida o muerte, y seguirá rugiendo y rugiendo mucho después de que hayamos muerto. Y supongo que eso está bien.
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