«Cúreme, rápido, que se viene la prórroga»
Me gustan los futbolistas que han conocido lo mejor y lo peor, que en el momento cumbre de su carrera, se derrumban trágicamente, como una marioneta sin hilos, y caen, y caen, incluso cuando es imposible caer más. Y cuando tocan fondo, se reponen, como si los huesos rotos sólo fuesen polvo en los hombros. No importa si la noche que anida allá en el fondo no tiene cura. Ni si cojean. Sólo ellos saben, oscuramente, que cojo se juega mejor. En eso consisten algunos aprendizajes: no saber que se sabe, y de pronto saber. Helenio Herrera había leído profusamente a Hemingway, y cuando vaticinaba que un equipo diezmado no era sino un equipo imbatible, no hacía otra cosa que recitar, a su manera, lo que el autor estadounidense había intuido en El hombre y el mar: «El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado».
Me gustan los futbolistas a los que la tormenta azota, o que la calma chica paraliza, porque a nada de eso temen. Sólo ellos saben que para ser grande basta con avanzar a oscuras, sin miedo, cuando los demás celebran sus éxitos. No importa cuánto caigan, si fracasan cuando el destino al fin les había guiñado un ojo, pues siempre resta un residuo en ellos que los saca a flote. Me gustan esos futbolistas que, en un minuto inofensivo, a la busca de un balón muerto, que ni siquiera un niño, en el recreo, perseguiría, se rompen como una astilla seca. Cuando enfrentan la mirada del doctor, que recuenta los trozos en que se ha fracturado la tibia, le dicen: «Cúreme, rápido, que se viene la prórroga». No quieren saber si están lesionados, o muertos, sólo jugar por jugar, como el día que Carlos José Castilho, portero del Fluminense, sufrió la quinta lesión en el dedo meñique de su mano izquierda. El campeonato alcanzaba su fase decisiva y el equipo mantenía intactas sus opciones al título. El doctor le explicó que con una operación sencilla, y un reposo de dos meses, estaría en perfectas condiciones para la siguiente temporada. El guardameta, desconsolado, preguntó si no había modo de incorporarse antes. Naturalmente que sí, dijo el médico, que quiso hacerlo reír para animarlo. ¿Cómo? «Amputando». A las dos semanas, Castilho estaba defendiendo la portería del Fluminense con nueve dedos. Esos son los futbolistas que me gustan, los que arriesgan sus vidas, porque si tiene algún valor es precisamente que no tienen ninguno.
Me gustan los futbolistas que sólo desean ser futbolistas y jugar hasta que la muerte les roba el balón. Algunos días recuerdo a aquel infeliz de mi pueblo al que subieron a una camioneta, lo condujeron al bosque, y le descerrajaron tres tiros. Nada grave, aunque lo dieron por muerto. El joven se arrastró hasta la carretera. Alguien lo recogió y lo llevó al hospital. Días después, cuando sus ejecutores se enteraron, partieron hacia la clínica. Lo arrojaron por la ventana, desde un cuarto. Mal podían imaginar, cuando huyeron por la puerta de servicio, que el pobre infeliz no se había roto ni un solo hueso. Esos son los futbolistas que me gustan. Ni siquiera hace falta que jueguen al fútbol.
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