Bourne, Jason Bourne: El espía renacido
Hubo un tiempo, y de eso no hace tanto, en el que a los espías no los conocía ni su madre. No es que fueran de incógnito, es que habían perdido su propia identidad. Bueno, me diréis, ya estás generalizando. Y tenéis razón. El agente en problemas era 007 y sus años perdidos… desde que Sean Connery colgó el peluquín hasta que llegó Bourne, Jason Bourne. Porque con él, la cosa cambió.
El thriller de espionaje ha sido uno de mis subgéneros favoritos de siempre. A mediados de los 80 cacé en el video club un incunable, ‘Te pillé, Gotcha!’ con un Anthony Edwards con tupé –exacto, el doctor Mark Greene de Urgencias– y Linda Fiorentino justo antes de su primera desaparición. La historia, camp y casi entrañable vista hoy, tenía a su favor el atractivo del Berlín aún dividido y el excelente marco que suponían los 80 para el género: la Guerra Fría en uno de sus momentos, irónicamente, más calientes. Después llegaron Agente doble en Berlín –con Matt Dillon, sí, pero Gene Hackman y dirigida por Arthur Penn aunque estos dos últimos datos los valoraría años más tarde–, ‘El Cuarto Protocolo’ y de esta al gran, enorme Michael Caine y Harry Palmer.
Estaba a punto de descubrir el thriller de los 70 (‘Los Tres Días del Condor’, ‘Marathon Man’, ‘El Hombre de MacKintosh’…) pero Harry Palmer me abrió un mundo que, hasta entonces, estaba clasificado. No era para mis ojos. Palmer sí era un espía de verdad: duro, sucio, directo, sabedor que es prescindible. No se parecía en nada a Roger Moore, ese señor mayor maquillado que, enfundado en un smóking bebía un martini tras otro, jugaba con gadgets inverosímiles y se empeñaba en hacernos creer que rodaba sin dobles las escenas de acción. Las swinging ‘Ipcress’, ‘Funeral en Berlín’ y ‘Un cerebro de un millón de dólares’, la trilogía Palmer, surgen de los sotanos del espionaje de burocracia tan propio de John LeCarré para sumergirnos en el inframundo de la real politik donde primero se dispara y después se pregunta.
Así llegamos al sucesor de Palmer: Bourne, Jason Bourne. Tan poco glamouroso y directo como el personaje de Caine pero, esta vez, más dado a preguntar primero… si pudiera recordar qué quiere preguntar. En manos del guionista Tony Gilroy y el director Doug Liman, el espía imaginado por Robert Ludlum se convierte en el agente casi perfecto, una máquina de matar que salvó la vida (profesional) de uno de los tipos más majos de Hollywood: Matt Damon.Y, como en todas las misiones imposibles, todo cuajó gracias a un par de golpes de desgracia. La primera, que Brad Pitt rechazara el papel para protagonizar –ojo a la ironía– ‘Spy Game’. Y la segunda, que problemas importantes de guión forzaran a Liman a añadir un par de secuencias –entre ellas la persecución en París con el mini– y se retrasara el estreno: del 7 de septiembre de 2001 se saltó al 14 de junio de 2002. Un cambio de fechas que salvó la vida comercial del film y le añadió un plus de actualidad a la relectura del género y del espía como símbolo que el film y Damon realizan.
Porque si Harry Palmer fue creado como respuesta al 007 de Sean Connery, un reflejo distorsionado maquinado por profesionales que habían trabajado también a las órdenes del MI6 –el compositor John Barry, el director Guy Hamilton y el productor Harry Saltzman–, Bourne, Jason Bourne, aporta al personaje del espía toda la dosis de realidad y dureza que el personaje de Ian Fleming se había dejado con Moore, Timothy Dalton y Pierce Brosnan. Bond era un truhán y un señor, alguien con quién ir al casino, robar un cuadro, seducir a una modelo. Bourne, en cambio, es el arma definitiva. Un asesino con remordimientos que busca su identidad, que busca justicia y castigar a los culpables pero que también pide perdón a los que han sufrido sus actos. Un espía que se enamora. El impacto fue tan grande que cuatro años después 007 cambiaría en un giro bourneiano imposible de camuflar.
Las dos comparten el exotismo de las localizaciones diferentes y apartadas –una más low cost que la otra–, un aroma a globalidad –sí, una más de barrio que la otra– e incluso, rizando el rizo, un rubio como protagonista. Que Bond fichara para su equipo a Dan Bradley, el director de segunda unidad de la franquicia Bourne y responsable del tono realista de la acción marca de la casa, tampoco nos debe sorprender. El espía debe camuflarse, hacerse invisible, mimetizarse con sus rivales para vencerles. Puede que por eso los padres de Bourne hayan decidido dar un golpe de timón a lo 007 y reinventar la saga con un gesto muy de Q: cambiar al protagonista. Jeremy Renner es el sucesor de Matt Damon en la cuarta entrega de la saga, ‘El legado de Bourne’, que llegará a los cines en agosto. Solo espero que permanezcan fieles a su identidad, aunque no la recuerden.
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