Billy Wilder, autor de estudio
La figura del autor en el cine de los estudios puede ser observada desde varios alféizares. El cine americano de esta época no estaba sólo dominado en cierto sentido por prohibiciones –o más bien sugerencias- relacionadas con el contenido, y que tenían que ver con la existencia y aplicación del llamado código Hayes, sino también por la férrea estructura de producción imperante en las ocho majors, a la vez productoras, distribuidoras y exhibidoras. Si queremos decirlo así, el cine de la época se producía en una cadena de montaje.
Billy Wilder llega a Estados Unidos en un grupo de gente relacionada con el mundo del cine, no sólo realizadores, sino también fotógrafos e incluso músicos, de origen alemán y húngaro en su mayoría, que huían de la situación en Alemania, enrarecida por días. Aunque no era el único realizador del grupo, supo adaptarse mejor a los esquemas de producción de Hollywood y triunfó sabiendo satisfacer a aquel mercado.
El caso de Otto Preminger es parecido; al igual que él, cuando Billy Wilder llega a Hollywood, lo primero que comienza a realizar es cine negro. Pensemos, por ejemplo, en El mayor y la menor, o en Perdición, realizadas antes de 1945. Aunque luego Wilder se volcaría más en la realización de grandes y algunos melodramas, los temas recurrentes de su carrera se apuntan ya en estas primeras películas. La dificultad de ser, la obscenidad como consecuencia del realismo, el desaguisado que crea el pudor, el individualismo y, sobre todo, una moralidad en ebullición en buena parte de su obra.
No podemos olvidar que Wilder es uno de esos raros –para la época- directores que, además de realizar sus películas, las escribe. Es éste un privilegio que no se daba muy a menudo a los realizadores, y que Wilder se ganó a pulso con el enorme éxito de crítica y público, sobre todo de sus comedias; algo, también, que ya había conseguido Lubitsch para sí algunos años antes.
Lubitsch fue de los primeros realizadores estrella de los estudios —por no retrotraernos hasta los tiempos de Griffith, o a las primeras obras de Cecil B. DeMille o Erich Von Stroheim—, y en esta época continúan no sólo Wilder, sino también otros como Mankiewicz. Una estela que encuentra su culminación en el genio de Orson Welles, capaz de renovar por completo la forma de hacer cine —Ciudadano Kane— a la vez que dilapida un género —Sed de mal, que finiquita el cine negro allá por 1958—.
La comedia de Wilder es menos absurda que la de Hawks, menos católica que la de Capra, y menos refinada que la de Cukor. A pesar de ello, Wilder triunfa enormemente, encadenando éxitos consecutivos hasta el fracaso de su película En bandeja de plata; en este momento, el cine de Wilder se vuelve más oscuro y sombrío. Algunas de sus últimas películas jamás se proyectarían completas, como La vida privada de Sherlock Holmes.
Fue una constante en el sistema de los estudios la valoración especial de los realizadores que escribían sus propias películas. Sin embargo, no sólo de guiones vive el cine. Y en el clásico americano podemos encontrar grandes realizadores que, sin necesidad de escribir una línea, supieron dotar a sus obras de personalidad propia. Sus nombres en ocasiones aparecen diluidos, indignos. Como se consideró durante un tiempo a Buero Vallejo en la literatura española: indigno, por haberse rendido, por haberse resignado. Por haber claudicado ante las imposiciones de contenido y tono del sistema de los estudios. Gracias a Dios, el tiempo está devolviéndolos a su lugar. No hablo ya sólo de autores que, a pesar de todo, fueron reconocidos en su tiempo, como Walsh, Elia Kazan o King Vidor. También otros que fueron menos reconocidos durante mucho tiempo —Mamoulian, Compton Bennett, Tay Garnett—.
La misma reivindicación debe llevarnos a reconsiderar los géneros en el sistema de estudios. El género no es más que un contenedor, un pacto comunicativo entre emisor y receptor, unas reglas del juego que aceptamos a la hora de sentarnos frente a una película. Y con estas reglas, podemos jugar a muchos juegos diferentes, y podemos contar casi infinitas —o sin el casi— historias. A pesar de ello, es innegable que hubo ciertos autores que, dentro de un estudio y de un género, funcionaron muy bien, y que fuera de ellos no cosecharon grandes éxitos. Algunos ejemplos: Irving Pichel o Curtis Bernhardt. También aquí podríamos aquí volver a mencionar a Preminger, que realizó obras maestras dentro del género negro y de suspense: Laura, Cara de Ángel, Ángel o diablo o Anatomía de un asesinato. Incluso podríamos establecer una línea clara que acabara en los pies de Sidney Lumet.
En todo caso, y como apunte final, esa férrea imposición de la que se habla una y otra vez en el sistema de los estudios tal vez sirvió como directriz creativa y estilística, renovada año tras año en los estudios de audiencia. No es necesario recordar que una de las grandes de la Historia del Cine, Casablanca, fue realizada por Michael Curtiz, uno de esos directores teóricamente alienados por la industria al que ya no se le esperaba (¡y que tal vez nunca vino!). En cualquier caso, la Historia del Cine nos ha demostrado una y otra vez que, como en el resto de la Historia del Arte, el talento y la creatividad se abren paso solos a pesar de todas las trabas que se les quieran poner.
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