Ruge África en un Safari en Tanzania
África posee la grandeza de lo sencillo, de lo básico, de lo espontáneo. Te llega sin filtros, sin ninguna censura. La vestimenta de sus gentes es un tributo a los colores primarios: amarillos solares, escarlatas, azules acuáticos, verdes translúcidos y boscosos.
La música te corteja sin previo aviso, sin preámbulos te empuja al baile, te abraza en el trance de cantos y percusiones rítmicas. Expulsa cualquier preocupación o pena que te embargue.
Los aromas, como todo lo demás, se columpian entre dos extremos posibles, entre lo muy dulce y lo muy amargo. Cualquier árbol posee flores de intenso color y la brisa que recorre el norte de Tanzania nos impregna de un aroma floral y frutal.
Víctor Alonso es un jóven emprendedor madrileño que reside en Buenos Aires, co-fundador de Mutocore Snacks, apasionado por los viajes y los deportes de riesgo, autor del libro de viajes “Cartas desde el Planeta Tierra” Ed. Manakel, presentador y guionista de la primera temporada del documental de viajes de TVE2 “Se Busca”, editor de Diario del Viajero y creador del blog El Nómada.
África es el continente de los sentidos. Tiene la capacidad de convertirse en un amor profundo a simple vista.
Llegué al norte de Tanzania por tierra desde Nairobi, Kenia. Ya en Arusha no podía dejar pasar la oportunidad de hacer un safari para recorrer algunos de los parques nacionales más relevantes del mundo: el lago Manyara, el cráter del Ngorongoro y el Serengeti.
Durante cinco días dormiría en tiendas de campaña dentro de cada uno de los parques. Junto a nosotros venía un cocinero, el conductor-guía.
La experiencia en la Sabana africana comenzó dirigiéndonos al lago Manyara. La entrada al parque discurre por un bosque de montaña que se desborda sobre el visitante. Una especie de saltamontes verde reproduce con sus patas, un sonido chirriante que se hace eco bajo la bóveda de follaje que impide la entrada de la luz solar.
Por vez primera contemplaba en su habitat natural elefantes, hipopótamos, jirafas, animal que es símbolo nacional en Tanzania, pelícanos, unos martines pescadores pescando despreocupados de nuestras atentas miradas a la orilla de un río.
Al día siguiente pusimos rumbo hacia uno de los platos fuertes del safari: el Serengeti. A medida que pasaban las horas nos adentrábamos más en el Valle del Rift comenzábamos a divisar las primeras acacias. Especie perpetua en el mobiliario de la sabana africana.
La llanura infinita se desplegaba ante nuestros ojos como un mar sin fin. Serengeti en swuajili significa, “tierras infinitas” y el nombre no podría ser más adecuado. La vista se pierde en los confines de la nada, visualizando los primeros espejismos de mi vida.
Grupos de ñus, de cebras, de impalas y gacelas se diseminan salpicando el horizonte con pinceladas de intensa vida. La llanura palpita movimiento, el ir y venir de animales, ejércitos de búfalos del Cabo en formación lineal hacen que detengamos nuestra frenética marcha para alcanzar el campamento antes del anochecer.
A muy temprana hora comenzamos nuestro recorrido por el Serengeti. Un leopardo durmiendo entre las ramas de una acacia, dos hienas peleándose por una paletilla de impala, leones descansando a la sombra de unos matorrales. Las escenas de animales se repiten unas tras otras. Con los portones del techo del 4×4 abiertos observamos la vida salvaje.
Es muy complicado encontrar cazando a cualquiera de los grandes depredadores que habitan el Serengeti. Los mejores momentos para ello son unos pocos instantes después del amanecer y antes de atardecer. La vida nocturna en la sabana es intensa.
El segundo día en el parque tuvimos la fortuna de ver cómo un guepardo atacaba a un grupo de ñus. El guepardo sólo puede derribar, debido a su tamaño, a los más jóvenes del grupo, por lo cual comienza a realizar una serie de amagos sobre la formación casi marcial en que están dispuestos los ñus ante la vista del depredador. Observar correr al animal más veloz que se pasea por la tierra es casi indescriptible. Tras él deja una estela de polvo que se ve a lo lejos sobre el horizonte.
El atardecer volvió a inundar el horizonte de fotos de postal mientras las acacias amarillas recibían la visita de cientos de pájaros que se cobijarían durante la noche sobre sus ramas.
Al día siguiente partimos hacia el cráter del Ngorongoro. Antes de que el volcán erupcionase hace miles de años, el Ngrongoro era aún más alto que el actual techo de África, el Kilimanjaro. Es el cráter más grande del mundo. En su interior cabe una ciudad del tamaño de Madrid.
En la primera mitad del año las laderas del cráter están cubiertas de un tapiz de verde aterciopelado. Una laguna de aguas prácticamente turquesas ocupaba la parte occidental. En ella los flamencos nos deleitaban con su sonido monótono y agudo y sus vuelos rasantes pintando de destellos rosáceos el espejo de la laguna.
Encontramos al rinoceronte negro, águilas por doquier sobrevuelan nuestras cabezas en busca de comida, elefantes, hienas, jirafas, leones y guepardos se reparten un territorio que es difícil abrazar con la vista aun tratándose del cráter de un volcán.
El descenso y ascenso al parque se realiza por un camino escarpado, de una pendiente muy pronunciada y llena de baches no apto para personas con aprensión a los acantilados y las alturas.
El Ngorongoro es un refugio para la vida animal, un paraíso dónde las diferentes especies que en el habitan, encuentran todo lo que necesitan. Un retiro para unos, pero un calvario para otros. El ciclo vital se muestra cada día en las tierras de estos parques.
La generosa naturaleza y el drama conviven como si fuesen vasos comunicantes unidos para siempre. Son caras de una misma moneda: sin la una no podría existir la otra, se complementan. La supervivencia, la ley del más fuerte, otras veces la ley del más hábil, son el pan de cada día sobre las llanuras, sobre las tierras de Tanzania.
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