Peregrino en moto a Cabo Norte
Cabo Norte es un destino mítico para cualquier motorista. Para mí, que he llegado a Ciudad del Cabo en moto, casi era una obligación personal alcanzar el punto más septentrional de Europa. Ahora que inicio una vuelta al mundo por los cinco continentes a lo largo de 18 meses, ¿qué mejor comienzo que estrenarla con una travesía a lo largo de toda la Península Escandinava?
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
Sin embargo, un punto de escepticismo late en mi interior. ¿Y si no es para tanto? ¿Y si el viaje es una apretada caravana de trotamundos por un largo parque de atracciones con renos domesticados y mil santa claus riendo sonoramente jo jo jo? Sea como fuere, estoy decidido a verlo por mí mismo.
Las rutas a través de Suecia y Finlandia son las más directas y rápidas. Bosques, lagos, suaves colinas, mosquitos inclementes, buenas carreteras con poco tráfico y precios altos pero aun razonables. El camino, sin embargo, se puede hacer bastante aburrido.
Noruega es otra cosa. El país es una maravilla arrugada, irregular, caótica. El paraíso motociclista, especialmente para los que venimos del sur de Europa. El mar entra a su antojo en una tierra verdísima y abrupta. La inunda, la rompe y la destruye y le da la forma más insólita posible. Son los fiordos, que se suceden hasta dejarte harto de belleza y de kilómetros.
Cojo el ferry en la llana Dinamarca y tras una cómoda navegación desembarco en Kristansand casi a media noche. Todavía es de día. Algo insólito para un español. Sin embargo, no tengo problemas de alojamiento. En el barco he conocido a un matrimonio noruego que regresa de sus vacaciones en una BMW RT 1150. De nuevo se produce el milagro de la solidaridad entre motociclistas. Me alojan en su casa y eso me permite conocer de cerca la cordialidad de los noruegos, algo único en el mundo.
Al día siguiente me dirijo a Estavanger recorriendo una bellísima zona montañosa. Estoy teniendo una suerte fabulosa con el tiempo. Hace sol y las piedras brillan como joyas milenarias. En la localidad visito un monumento asombroso. Son tres espadas de diez metros clavadas en el suelo. Sverd i Fjell recuerda los lejanos tiempos de los vikingos y la unión de toda Noruega bajo un solo rey, Harald Hárfragre, tras una batalla en el año 872.
Luego viajo a Bergen. He de sortear unas heridas tremendas en la piel del monstruo. Para superar tantos fiordos y montañas cada poco tiempo se suceden túneles de muchos kilómetros. O viaductos. O ferris. Muchos ferris. He perdido la cuenta de cuantos ferris he cogido ya, aunque tienen la ventaja de que se hacen amigos. Cada vez que me detengo a esperar uno de estos barcos, aparecen más motos. Es fácil entablar conversación con los motoristas noruegos, que disfrutan como nadie la temporada estival. Gracias a estas conversaciones obtengo mucha información y compañeros de ruta.
En uno de estas obligadas pausas he conocido a un policía de Bergen que monta en una Suzuki Vstrom 1000. Una gran moto que ya no se vende en España. Viajamos juntos hasta la animada ciudad donde los moteros locales se reúnen frente al mercado de pescado. Abundan las motocicletas custom pero también las deportivas, aunque los limites de velocidad son estrictos en este ordenado y bello país.
Siguiendo la asimétrica línea costera me desvío hacia el interior para coger la famosa Trollstigen. Atravieso un larguísimo túnel y de repente broto al otro lado del glaciar. El escenario es de alta montaña, asolada por un clima extremo que la convierte solo en accesible durante el corto verano.
Hoy toca recorrer esa maravilla de la ingeniería civil llamada Atlantic Road, famosa por su anatomía retorcida sobre el bravío océano. Tengo suerte, el día luce soleado y he conocido a otro amable noruego que monta una Yamaha. Vamos juntos hasta el retorcido puente y así podemos turnarnos para hacernos fotos mutuamente.
Los días se suceden sin más incidencias que el disfrute del pilotaje. Antes de que me dé cuenta he cruzado el Círculo Polar Ártico. Aquí viven los Sapmi o indigenas de Laponia. Son gente tranquila y pacífica que se esfuerza por conservar sus tradiciones en un mundo cada vez más moderno.
Cuando la carretera solo lleva a Cabo Norte se vuelve realmente prodigiosa. Recorre la orilla de un fiordo inmenso, asolado, sin apenas viviendas ni vegetación, solo una hierba rugosa y corta que crece desesperada sobre la más áspera roca. En las bahías hay algunas cabañas de pescadores, barquitos y plataformas sostenidas como palafitos sobre el agua gélida. La carretera ondula apegada a este litoral calmo que hoy reluce bajo un sol oblicuo ofreciéndome un paisaje soberbio y fascinante. Esto es completamente real y no un decorado.
Pero también es como una peregrinación religiosa. Todos los vehículos que compartimos la vía tenemos un mismo destino. No hay otro al que llegar. Cabo Norte. El mito noruego. Me cruzo con algunas motos. Hay algo casi místico en nuestros saludos. Un reconocimiento mutuo de creyentes en la misma fe. Ellos ya han estado, yo estoy muy cerca.
Atravieso un larguísimo túnel de casi 8 kilómetros. Subo una colina pelada apretando gas en unas curvas amplias y bien peraltadas, y al arribar a la cima, aparece. Es un verdadero hachazo en el horizonte que se llena de luz naranja y Mar de Barents. Es el sol de medianoche. Lo tengo delante de mí, rajando el cielo con una franja paralela al horizonte. Una señal indica: Noordkapp 20 Km. Comienza un descenso vertiginoso en el que solo pienso en llegar.
Alcanzo una meseta más y por fin veo el último peaje y la anhelada señal: Nordkapp. Ya está, he llegado. Me rodean los renos, las rocas, los líquenes, los fiordos y el mar color plomo. Más allá no hay nada más. Solo hielo y el norte magnético de la Tierra.
Ahora sí, ahora ya puedo decir que Cabo Norte es un lugar asombroso, que el viaje hasta aquí sigue siendo la gran aventura europea. El gran desarrollo económico de Noruega suaviza las aristas de la travesía, pero cruzar la línea del Círculo Polar Ártico supone penetrar en un territorio agreste, salvaje, solitario y aún puro. Pureza, esa quizá sea la palabra que mejor defina estos paisajes noruegos.
En 1001 Experiencias | Namibia desde una avioneta (aterrizando con sudores)
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