Namibia desde una avioneta (aterrizando con sudores)
Sobrevolar el desierto de Namibia en avioneta nunca estuvo en mis planes. Como casi todo lo mejor en la vida, sucedió por casualidad. Yo había decidido cruzar África solo y en moto para escribir un libro. Como mis amigos pensaron que estaba loco intentaron ayudarme en la medida de sus posibilidades ya que eran conscientes de que no iba a desistir. Uno de ellos, Alejandro Terrón, compañero de los tiempos intensos del colegio mayor, era socio de una empresa de auditoria con presencia internacional, África incluida. Aunque las auditoras no tienen nada que ver con las aventuras en moto, me ofreció un falso patrocinio para poder contar con algo de apoyo en aquellas tierras salvajes si algo me pasaba.
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
Si necesitas ayuda, llama
El asunto consistía en que yo pusiera en la moto pegatinas de la empresa y él escribiría a los socios de los países africanos diciéndoles que la filial española me patrocinaba y que me prestasen ayuda en caso de necesitarla. Y vaya sí la necesité, y lo que casi empezó como una broma se convirtió en una esponsorización permanente y seria que me ha permitido acometer aventuras posteriores mucho más ambiciosas como la de dar la vuelta al mundo tras los exploradores españoles olvidados. Pero como se dice en los cuentos, eso es otra historia y está contada con detalle en Un millón de piedras.
El caso es que cuando llegué a Namibia, un país inmenso ocupado casi en su totalidad por el desierto, la firma local de BDO me recibió con los brazos abiertos y me ofrecieron incluso un apartamento anejo a la casa de uno de los socios donde podía alojarme gratis. Poco después conocí al gran jefe. El socio principal, llamado Rochel Cellier. Una fuerza de la naturaleza. Grande, simpático, expansivo, excesivo en todo. O lo amabas o lo odiabas. Yo decidí amarle. Sus colaboradores me decían “Rochel es así. Una gran persona, pero hay que conocerlo”. Y yo pensaba que menuda chorrada. A todos nos tienen que conocer. Lo único que pasa es que la mayoría está demasiado pendiente de su propio comportamiento mientras que son sólo unos pocos, como Rochel, los que actúan primero y quizá luego piensen en lo que han hecho, si es que les da tiempo entre barbaridad y barbaridad.
El buen amigo Rochel
Lo primero que hizo Rochel fue invitarme a comer. Iríamos a un Lodge en el desierto a tomar el lunch. No parecía mal plan. Lo que yo no sabía era que iríamos volando. Llegamos al aeropuerto y condujimos hasta la zona de los hangares para avionetas privadas. La de BDO era minúscula. Parecía de juguete. Yo iría de copiloto, así que me calcé los auriculares, imprescindibles para oírnos unos a otros a través de la radio. Pregunté por el piloto. Entonces fue cuando me di cuenta de que pilotaría el propio Rochel. Despegamos. El aeroplano vibraba; parecía querer desintegrarse. Dejamos atrás los barrios marginales que se desparramaban por las laderas que rodean la ciudad. Volábamos a trescientos kilómetros por hora. Tardaríamos en llegar unos cuarenta minutos. Abajo el espectáculo era como en aquellas viejas películas de Tarzán. Jirafas, antílopes y rinocerontes que acudían a los escasos abrevaderos en la inmensa sabana que se extendía bajo nuestros pies.
Vimos el Lodge y la estrecha pista de aterrizaje, apenas un lengüetazo de asfalto entre matorrales. Pensé que Rochel no sería tan gilipollas como para pilotar aquel trasto sin el conocimiento adecuado. Las avionetas no aterrizan como los grandes aviones. Es algo más parecido a una pelota de tenis rebotando que a una pluma posándose suavemente acunada por la brisa. Rochel pidió silencio. Una gota de sudor corría por su sien izquierda. Yo también empecé a transpirar. La pista se aproximaba a toda velocidad. Ir de copiloto me permitía ver lo estrecha, lo estrecha, lo estrechísima que era.
El golpe fue tremendo. El aeroplano intentó despegar otra vez pero Rochel se lo impidió a mala hostia agarrando los mandos como si fueran la cornamenta de una vaca loca. Aquel energúmeno odiaba la física, al desierto y a todos nosotros. Recordé las palabras del otro socio, Wayne, hacía sólo unos minutos. “Rochel es así, un gran tipo, pero hay que conocerlo”. Yo ya lo conocía y había decidido odiarlo con toda mi alma. Entonces el avión se detuvo y todos respiramos al sabernos vivos.
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