La Habana: un paseo en taxi por el corazón de una ciudad fascinante
Cuba es un país realmente increíble. Existe un vínculo especial entre los españoles y los cubanos. Especialmente para los primeros. La última colonia. La joya de la corona. La Habana, la ciudad más relevante del Imperio Español durante varios siglos. Cuba, la primera y la última. Es un vínculo intangible que tuve la oportunidad de percibir cuando estuve en el país caribeño el año pasado, especialmente en el alma de la isla, La Habana, tan decadente como majestuosa, tan suntuosa como ajada.
Andrés Pérez Mohorte es periodista. Actualmente disfruta/sufre una beca en El Periódico de Aragón. También es editor en Hipersónica. Sus principales pasiones son la historia, la música, todo lo relacionado con las infraestructuras (trenes, puertos, carreteras) y el ciclismo. Ama viajar, especialmente por Europa. Podéis encontrarle en twitter como @mohorte.
La ciudad vibrante en su decadencia
Además de ser una ciudad extrañamente bella, La Habana guarda en sus calles, en sus plazas, en sus locales, una alegría inusitada, una vida social sorprendente para un país en tan evidente decadencia. El cubano no pierde el sentido del humor. Lo enarbola y transporta con grandeza. Y el contraste es importante, porque en cada esquina hay varias personas pidiendo un boli, un cuaderno, un lápiz o una moneda. Cualquier cosa vale para salir de la penuria y, sin embargo, La Habana es una ciudad vibrante y fascinante en todos sus rincones. Un entresijo de historias, edificios memorables y paisajes inolvidables que impulsan hacia la rabia por todo lo que fue, lo que puede ser y lo que no es.
Recuerdo con nitidez mi primer paseo por el Malecón. Fue a lomos de un taxi destartalado que no tenía ningún inconveniente en saltarse cualquier tipo de regulación legal del tráfico. Desde la ventanilla y la evidente carencia de seguridad se podía palpar la natural efervescencia de La Habana. Desde el hotel hasta el centro tan sólo observaba edificios derruidos y un Malecón, en otras condiciones, posiblemente majestuoso. Y pese a ello el ajetreo era ya inolvidable. Y lo fue más en el Capitolio, en las calles adyacentes, en las fachadas desconchadas, en los barrios donde la vida se hace en comunidad y cualquier puerta está abierta.
Sin embargo, me remitiré aquí a un episodio muy concreto y que define con exactitud qué clase de increíbles historias pueden darse en La Habana y en un país tan injustamente maltratado como Cuba. Mi estancia fue corta pero intensa. Y por eso aquellos días me empujan a volver allí y a no sepultarlos en mi memoria jamás. El caso particular que nos concierne hoy habla sobre un taxista sin combustible, cuatro turistas y una tribuna anti-imperialista. De cómo estos tres elementos se conjugan entre sí versa un relato tan sólo concebible allí.
La visita inesperada
Mediada la tarde, justo antes del atardecer, un grupo de cuatro amigos nos separamos del grueso de la expedición de estudiantes de Periodismo españoles que habían decidido visitar Cuba como homenaje a sus cuatro años de curso universitario. El objetivo de dicha disgregación estaba claro: conocer la tribuna anti-imperialista, un amasijo terriblemente feo de hierros y plásticos desde los que Fidel Castro arengaba a las masas contra el imperialismo (obvio) y Estados Unidos y defendía con entusiasmo el legado de una revolución apagada muchos años atrás. Así que allí nos quedamos los cuatros, a mitad de camino entre el centro de La Habana y nuestro hotel, muy lejos del mismo, frente a la tribuna.
En realidad aquella visita no tenía mayor motivo que el puro frikismo. La tribuna es un lugar sin mayor interés, más allá del de algunos chavales jugando al fútbol. La ironía quiso que se construyera tras la delegación norteamericana en el país, que ni siquiera llega a rango de embajada. Como comenzaba a atardecer, caminamos en dirección al hotel en busca de un taxi que nunca aparecía. Pasamos frente a la delegación estadounidense, donde los guardias nos instaron desde la acera de enfrente a no pararnos (rifle en mano), y, tras varios minutos sin ver ni un sólo taxi, nos resignamos a caminar hasta el hotel.
Repentinamente, en nuestro camino se cruzó una furgoneta rotulada con un enorme “Taxi”. Estaba parada con las luces de emergencia en pleno malecón. Acudimos a ella a toda velocidad y saludamos al conductor que se hallaba en su interior. Le preguntamos si podíamos subir. Nos dijo que sí. Subimos. Le pedimos que nos llevara al hotel. Dijo que no podía. Le preguntamos por qué. Dijo que no tenía “petróleo”. Interrogado nuevamente por esta cuestión, respondió de nuevo que “me falta petróleo”. Dedujimos que no tenía gasolina.
Ramiro y las relaciones públicas
Le preguntamos su nombre. Se llamaba Ramiro y era un negro muy delgado, de mediana estatura, con el pelo canoso y corto, con gafas, excesivamente dicharachero y con las orejas de soplillo. Ramiro nos aseguró que en breves instantes un compañero de la compañía llegaría para abastecerle de combustible. Como no teníamos nada mejor que hacer, esperamos en su furgoneta. Ramiro aprovechó la oportunidad para vendernos excursiones organizadas por él mismo a parajes increíbles de la isla o para cualquier tipo de servicio que le repercutiera de forma positiva en términos económicos. En un primer instante, no sabíamos cómo decirle que no estábamos interesados, ya que estábamos precavidos sobre la tendencia de los cubanos a negociar cualquier cosa.
Los cubanos nacen con el don de las relaciones públicas. Una colonia de cubanos en España sería capaz de dejar sin trabajo a cualquier publicista o comercial del país. Pero allí no son más que pobres ávidos de dinero que tratan de subsistir lo mejor que pueden. Ramiro era uno de ellos. Lejos de lo que pudiera parecer, Ramiro nos habló del comunismo, de Medicare y de Freud. No era tonto. Había leído, aunque selectivamente. Tenía una oratoria de cierta enjundia. Incluso se diría que podría interpretar un papel, sino fuera por el histrionismo natural de los cubanos.
Ramiro llamó unas cuatro o cinco veces a su enlace. Éste no apareció hasta hora y media después, tras asegurar en todas las ocasiones que estaba al caer. Aquella noche bautizamos ese comportamiento como “ritmo caribeño”, por la tendencia natural de los habitantes de la isla a desarrollar sus actividades con parsimonia. Bien, media hora más tarde llegó el compañero de Ramiro. Lo hizo al volante de otra furgoneta —”furgotaxi”— que, al igual que la de Ramiro, se caía a pedazos y costaba darle dos o tres metros más de vida. Los cuatro amigos respiramos aliviados porque dedujimos que aquel era nuestro salvoconducto al hotel.
El remolque y un país maravilloso
Nos acomodamos en el interior del furgotaxi y éste comenzó a moverse. Comenzamos a charlar. Al cabo de un rato, uno de los que se hallaba sentado de frente, advirtió un suceso singular. Nuestro vehículo no había logrado la autonomía energética necesaria para moverse, sino que estaba siendo remolcado por el otro furgotaxi. Una furgoneta totalmente desvencijada estaba siendo arrastrada por otra furgoneta totalmente desvencijada en pleno Malecón de La Habana, en una estampa tan sumamente hilarante que nos obligó a alucinar y reír a partes iguales.
Ramiro también reía, y parecía disfrutar de algo que, al parecer, no era tan extraño. Pero sí para nosotros, claro, europeos acomodados. La imagen de impunidad, de cualquier tipo de resquicio sirve para sobrevivir en La Habana nos abrumó, más aún en la vía más reconocible de la ciudad. Era una estampa tan genuina y al mismo tiempo tan entrañable que supuso un shock cultural del que no nos recuperaríamos. La furgotaxi nos dejó en una gasolinera y Ramiro repostó su vehículo, para posteriormente llevarnos al hotel, varias horas después de que el resto de la expedición de universitarios españoles hubiera llegado a su destino.
En el camino, descubrimos que la puerta del copiloto se abría con una cuerda y que el vehículo perdía todo tipo de contacto electrónico para seguir funcionando y reponerse tras unos furibundos golpes de Ramiro. Conocimos tan sólo la punta del iceberg de Cuba, pero aquella experiencia nos marcó tan profundamente que contratamos a Ramiro como conductor para el resto de días en La Habana. Ramiro nos contó mil historias, nos hizo de guía turístico y nos descubrió uno de los paladares (restaurantes ocultos, a los que sólo se accede conociendo su ubicación), más fascinantes de la ciudad. Siempre estuvo presto para cualquiera de nuestras necesidades y siempre lo hizo todo con buen humor.
Su dedicación fue tan admirable que aún hoy lo recuerdo con nostalgia. Le pagamos mucho más de lo que exigió, porque su sueldo era una completa miseria. Ramiro fue La Habana y para mí siempre quedará grabado aquel recuerdo, aquella experiencia inolvidable. Supuso uno de los mejores días de mi vida, por la ciudad, por el país, por su inagotable capacidad para el humor, la cháchara y la dedicación exclusiva. Si tenéis la oportunidad, id a Cuba, y concretamente a La Habana, cuanto antes. Miles de Ramiros y furgotaxis os están esperando.
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