En globo sobre Segovia
Volar en globo es una aventura. Nunca se sabe con exactitud dónde aterrizará. Todo depende del capricho eólico. El único modo de dirigir un artefacto aerostático sin hélice ni timón es jugar con la altura para que lo lleven a su arbitrio las corrientes térmicas que surcan la atmósfera como invisibles estratos de viento. No se monta en un globo para ir a algún un sitio; uno se sube en uno de estos obesos artefactos para flotar sin rumbo ni prisa.
Los globos fueron los primeros ingenios que tuvieron éxito en la lucha contra lo imposible. Newton derrotado por una bolsa de aire caliente. Pero los verdaderos inventores no fueron los hermanos Joseph Michael y Jaques Étienne Montgolfier. Quién primero dio con la pócima fue un jesuita portugués nacido en Brasil, Bartolomeu Lorenço de Gusmao, quien en 1709 hizo volar cuatro metros sobre el suelo un artilugio de papel llamado Passarola. Como premio por su brillante inventiva, fue perseguido por la Inquisición.
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
Los Montgolfier dieron con la misma idea en 1782, pero ellos tenían a su favor haber nacido franceses en pleno Siglo de las Luces. Pasaron a los libros de Historia y Ciencia. El 21 de noviembre de 1783 embarcaron en su globo a Pilatre de Rozier y Marquis D´Arlandes. Estos arrojados pioneros sobrevolaron París a una altura de 100 metros e iniciaron un prometedor camino para el turismo y las compañías aéreas, pero también para los sindicatos de pilotos, los retrasos, las cancelaciones y los accidentes aeronáuticos. Pilatre iniciaría una larga lista de desastres al morir poco después intentando cruzar el Canal de la Mancha.
Mucho han cambiado los globos desde aquellos inseguros prototipos de lino forrado de papel. Los materiales actuales, nylon y nomex, son resistentes e ignífugos. El combustible de los quemadores es gas propano embutido en botellas a presión. Los pilotos han de obtener una licencia concedida por Aviación Civil. Usan radio, gps, termómetros y altímetros. Las aeronaves están cubiertas por un seguro de responsabilidad civil. El coste completo del globo puede superar los 60.000 euros y el precio del pasaje individual para un vuelo recreativo oscila entre los 140 y los 200.
Segovia es uno de los lugares más frecuentados por los balonistas. Los vuelos son muy de mañana, cuando más débiles son los vientos. El día se levantó gélido y claro, con el horizonte enmarcado por las nevadas cumbres de Guadarrama. En una campa cercana al Hospital General comenzaban a desperezarse los globos. En derredor, una pequeña e ilusionada multitud entretenía la espera haciendo fotos a los gigantes de lona según iban tragando aire caliente. Poco a poco, los barrigudos artilugios fueron olvidando la flacidez. Uno a uno, elevaron su gorda cabeza y pugnaron por escapar al inmenso azul.
Cuado José Luis, el piloto, nos dio la señal, trepamos a la cesta y quedamos de pie en su interior con la nerviosa ansiedad de los niños. Diez pasajeros repartidos en dos compartimentos. El aparato se hizo ingrávido y despegó con suavidad. Mecidos por la fría brisa de la mañana, nos columpiamos sobre la ciudad. A vista de pájaro descubrimos callejuelas, esquinas y detalles invisibles para los peatones. El Acueducto, el Alcazar, la Academia de Artillería, el Parador… La grandiosidad pétrea de una urbe bimilenaria suspendida en la roca.
El solemne silencio sólo se rompía con el fuerte zumbido de los quemadores para elevarnos sobre los edificios más altos. La reacción de la nave es lenta. Desde que el piloto acciona la combustión hasta que el globo asciende pasa casi un minuto. Hay que saber medir este tiempo para mantenerse a la altura adecuada. Aquí no caben las reacciones bruscas ni las acrobacias arriesgadas. En globo, los movimientos han de ser elegantes y sosegados.
Dejamos atrás la ciudad. El viento empieza a soplar más fuerte. José Luis busca una aproximación segura a algún campo en barbecho donde poder aterrizar. Los globos toman tierra en terrenos de propiedad privada. Este es un ejemplo perfecto de lo que los juristas llaman ius usus inocui, el uso inocuo de la cosa ajena que el propietario no puede negar. La seguridad de los pasajeros está por encima. Sin embargo, hoy no quiere el globo enfilar una finca arada. Siempre aparece en el último momento un talud, una peña, una valla o una construcción.
Los fundos de labor quedan atrás. A poca altura, vemos conejos y zorros, también mucha ganadería. Los animales nos observan con desconfianza. No nos hace ilusión aterrizar entre estas rojas vacas de torvo mirar. Pero el combustible se está terminando y es necesario elegir un terreno sin demasiadas rocas. José Luis maniobra con destreza para aproximar la cesta al suelo. Recordamos entonces sus palabras al iniciar el vuelo. Hay que apoyarse contra la espalda, sujetarse de las asas, flexionar las rodillas y no abandonar la nave hasta que él lo diga; de lo contrario, los demás echarían inmediatamente a volar.
La base golpea el suelo, nos bamboleamos, volvemos a elevarnos unos centímetros y caemos de nuevo. Nos inclinamos hacia delante, tratamos de compensar el desequilibrio presionando hacia atrás. Por un momento parece que lo hemos conseguido, pero es sólo un paréntesis. La cesta vuelca y nos quedamos a gatas dentro de ella como perritos esperando a su madre. Nadie se atreve a moverse. De pronto empezamos a reírnos y la tensión se libera en un instante catártico.
Miramos a nuestro alrededor, todavía no sabemos dónde estamos pero el día permanece magnífico, limpio y soleado. Da gusto sentirse en medio de esta abrupta nada abulense. La experiencia está resultando inolvidable y divertida. Un pastor confirma que el pueblo cuyos tejados vemos es Brieva, a 18 kilómetros de Segovia. Vamos caminando mientras comentamos la aventura con unos compañeros circunstanciales a los que nunca volveremos a ver en cuanto los taxis que hemos llamado nos lleven de vuelta a la ciudad, las prisas y los vuelos a reacción.
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