Dormí a los pies de la gran duna del desierto de Erg Chebbi
Recorrer en un coche alquilado las maltrechas carreteras marroquíes que conducen hasta el borde del desierto de Erg Chebbi ya es de por si toda una experiencia, pero adentrarte en las dunas de esta lengua del Sahara a lomos de un camello mientras el sol se pone a tu espalda es un placer que tan solo los paladares más aventureros sabrán saborear. Por lo que a mí respecta, parece que todavía me faltaba un ingrediente extra en la receta así que ni corto ni perezoso abordé mi viaje en unas fechas en las que todos los demás suelen huir en dirección contraria: pleno mes de agosto.
El precio era claro, soportar unas temperaturas que no concedían tregua alguna ni tan siquiera durante las famosas (y supuestamente frías) noches del desierto; pero también los beneficios: el desierto era nuestro… y de tan solo un puñado de locos más.
Miguel Michán es un diseñador especializado en interacción y experiencia de usuario de servicios web y aplicaciones móviles que no pierde ocasión para dar rienda suelta a su pasión por la fotografía de viajes. Coordinador de Zona Fandom, editor de Applesfera y creador del blog de fotografía digital Backfocus y ver más fotos de sus viajes en Flickr.
Los folletos turísticos hablan de la sensación de disfrutar de un oasis a los pies de la gran duna, cenando con los bereberes bajo una noche iluminada por millones de estrellas, dormir en una jaima rodeados de kilómetros de arena y despertar justo antes del amanecer para ver el espectáculo que se alza en el silencioso horizonte dibujando un infinito mar de sombras.
De lo que no hablan es que, incluso con un cielo tan estrellado, una noche sin luna es tan oscura que la única lámpara de queroseno que iluminaba nuestra cena, sentados en una alfombra sobre la arena, apenas bastaba para que alcanzásemos a ver si estábamos comiendo cuscús o tajine de verduras; no digamos ya, para verle la cara a la persona que teníamos enfrente. Además, el calor como concepto abstracto está bien, pero con un suministro de agua más bien escaso (mea culpa) hasta el viento que soplaba levantando la arena parecía poca cosa comparado con la perspectiva de dormir dentro del horno en que se había convertido la jaima de pelo de camello y cabra.
Esto es claro, hasta que te despiertas en mitad de la noche con la cara enterrada, escupiendo arena pese al tagelmust (el típico turbante Tuareg) que pensaste sería sencillo de anudar. El viento ha empeorado hasta convertirse en una pequeña tormenta de arena. La jaima parece ahora una buena idea. Fue una noche larga, pero como suele pasar, mereció la pena aunque solo sea para contar la anécdota.
El broche final antes de volver a montar nuestros doloridos traseros a lomos de los camellos fue subir a pie con más pena que gloria los 250 metros de altura de la Gran Duna. Parece poca cosa, pero es una de las “hazañas” más extenuantes que he realizado jamás (puede que la deshidratación tuviese parte de culpa). Eso sí, definitivamente mereció la pena… ¡imaginad el placer de llegar hasta arriba, disfrutar del amanecer y tirarte corriendo a toda velocidad ladera abajo con los pies descalzos enterrados en la fina arena naranja de Erg Chebbi!
Imágenes | Miguel Michán
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