De robots, mechas y otros automátas
El pasado viernes día 9 se estrenaba por fin en nuestras pantallas, con bastante retraso con respecto a la cartelera norteamericana, ‘Pacific Rim’ la última espléndida locura salida de ese particular genio del séptimo arte que es Guillermo del Toro y una película con la que pasárselo bomba en el cine viendo a gigantescos robots más altos que la Estatua de la Libertad darse mamporrazos con monstruos que harían huir de miedo a cualquiera de las muchas versiones de Godzilla que hemos podido ver hasta ahora —sobre todo las entrañables primeras versiones niponas—. Y es por este motivo que dedico hoy mi espacio en esta bitácora a dar un repaso rápido por aquellas criaturas mecánicas que han estimulado la imaginación de los cinéfilos…desde que el cine es cine.
Y es que aunque muchos pensarán que el primer robot que pudimos ver en una gran pantalla —bueno, que pudieron ver nuestros bisabuelos o tatarabuelos— fue la falsa María que creaba aquél científico loco imaginado por Fritz Lang en ‘Metrópolis’ (id, 1927), remontándonos un poco más en el tiempo, a finales del s.XIX, ya encontramos la atracción que el ser humano ha sentido siempre por crear inteligencias artificiales que nos suplan y descarguen de nuestras pesadas tareas diarias.
Tras Lang, el cine de ciencia-ficción coqueteará constantemente con seres mecánicos, siendo particularmente recordados dos de los muchos que el género en su definición de serie B nos trajo en esa prolífica década de los años 50, en la que, junto a extraterrestres con aviesas intenciones que querían invadir nuestro planeta, conocimos al acompañante de Klaatu, ese ominoso robot llamado Gort que daba un ‘Ultimátum a la Tierra’ (‘The Day the Earth Stood Still’, Robert Wise, 1951) o al Robbie que, muy educadamente, servía los oscuros intereses del Dr.Morbius en esa versión de ‘La tempestad’ shakesperiana que fue la imprescindible ‘Planeta prohibido’ (‘Forbidden Planet’, Fred M.Wilcox, 1956).
Aun a riesgo de dejarme por medio alguna que otra incursión relevante —como la de los Daleks del ‘Dr.Who’ o el Astro Boy de Osamu Tezuka— si hubo una IA en los años sesenta que sirvió para alertar sobre los peligros de la tecnología, al tiempo que para otras muchas disertaciones mucho más filosófico-existencialistas, esa fue la HAL9000 de la magistral ’2001. Una odisea en el espacio’ (’2001, a Space Odissey’, 1968) con la que Stanley Kubrick dejó anonadados a nuestros padres y abuelos, demostrando que un inmutable ojo rojo podía llegar a ser tan terrorífico como la pesadilla más horrenda si, entre otras cosas, canturreaba ‘Daisy, Daisy’.
Marcada a fuego por el determinante carácter de HAL, la presencia de la robótica en la década de los setenta comenzó a analizar las repercusiones del desarrollo de una ciencia que ya comenzaba a dar sus frutos de cara a la inserción de las “máquinas” en los lugares de trabajo. Reflejo fiel de lo que la sociedad iba avanzando y con la eterna influencia de la literatura en los modos en los que se ha ido articulando a través del tiempo, el avance en la creación de inteligencias artificiales supuso la puesta en valor de las leyes de la robótica enunciadas por Isaac Asimov a principios de los años 40, unas leyes que irían dejando poco a poco su huella cinematográfica y que pueden intuirse en la frialdad de Yul Brynner como aquél vaquero imparable de ‘Almas de metal’ (‘Westworld’, Michael Crichton, 1973), en ese Ash que Ridley Scott introducía en la tripulación de la Nostromo infectada de cierto octavo pasajero o en las serviciales maneras de los C3-P0 y R2-D2 que George Lucas imaginaba en su saga galáctica.
Con la llegada de los ochenta, el interés por los organismos cibernéticos se disparó sobremanera por mano de ese puntal del género que fue ‘Blade Runner’ (id, Ridley Scott, 1982) que nos dejaba para el recuerdo la sobrecogedora interpretación de Rutger Hauer y aquél discurso que empieza con “He visto cosas que no creeríais…”. Notablemente influido por la obra de Scott, el cine posterior nos trajo, en todas sus vertientes presupuestarias posibles a inolvidables personajes como el T-800 interpretado por Arnold Schwarzenegger, el ‘D.A.R.Y.L’ al que ponía rostro el pequeño Barret Oliver, la versión mejorada de Ash que era el Bishop del regreso de los aliens o, cómo no, el ‘Robocop’ que Paul Verhoeven nos mostraba con toda brutalidad allá por 1988.
Marcados de nuevo de forma temprana por la presencia de James Cameron y sus dos terminators, los 90 no fueron unos años especialmente notables en lo que a autómatas respecta, y lo único destacable de aquellos años fue ese robot que quería tener forma humana que encarnó Robin Williams en la sosa ‘El hombre bicentenario’ (‘Bicentennial Man’, Ron Howard, 1999) —adaptación, por cierto, de un relato de Asimov—, la asimilativa raza de los Borg nacida en el formato televisivo de la mano de la nueva generación de ‘Star Trek’ o, por supuesto y por delante de todos, el ‘Gigante de hierro’ (‘Iron Giant’, Brad Bird, 1998) animado que quería ser Superman y que ganó para siempre nuestros corazones.
Y así llegamos a este s.XXI, una centuria de la que no han transcurrido ni tres lustros y en la que el cine, más preocupado de epatar que de lanzar discursos reflexivos a la chavalería que llena las salas —al menos en Estados Unidos—, ha optado por los espectáculos grandilocuentes con gigantescos robots que, o bien se transforman de la mano de Michael Bay y su horrorosa trilogía —bueno, tetralogía, que poco falta para la cuarta entrega— o bien homenajean a Mazinger Z o Evangelion en la citada ‘Pacific Rim’. Pero eso no significa que no haya lugar para vitales incursiones de androides a una escala más “humana” que sean fundamentales para entender la ciencia-ficción contemporánea. Y aquí la dudas son pocas a la hora de nombrar al entrañable Wall-E creado por Pixar y a ese niño llamado David que quiere reencontrarse con su madre con el que Spielberg rubricaba uno de los pináculos indiscutibles de su trayectoria, la magistral ‘Inteligencia artificial’.
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