Yo asistí a un curso de recuperación de puntos
Lo reconozco. Soy un antisocial. Merezco reeducación. Todo empezó con una fotografía. La que me hizo el cinemometro multanova cuando en un tramo de autovía limitado a 80 circulaba a 127 kilómetros por hora. Para la Dirección General de Tráfico este exceso era una infracción muy grave que detraía tres puntos de mi carné de conducir con 20 años de antigüedad. Yo, un bragado motoaventurero con experiencia motociclista por los cinco continentes y que he dado conferencias sobre motociclismo de aventura por ambientes hostiles, había ingresado de pronto en el incómodo recinto de los transgresores. Por mi antisocial conducta merecía acudir a un curso de reeducación vial.
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
La única autoescuela que en Madrid impartía el curso comprimido en dos tardes completas durante las fechas que yo tenía disponibles estaba situada en un barrio obrero del sur delimitado por las sucesivas y concéntricas circunvalaciones de la capital: la M30, la M40, la M45 y la M50. Cuando aparecí por allí sobre mi motocicleta BMW GS 1200 con la que había llegado hasta la frontera chino kazaja, me sentí un completo criminal.
Aquello era un auténtico curso para inadaptados sin ganas de reeducarse. Un reformatorio en toda regla. Y se nos nota en la cara que no queremos reformarnos. El escepticismo y la desgana son como las ojeras de muchas noches de farra. Imposibles de borrar. La clase la componemos catorce varones. Ni una mujer. Los irreductibles delincuentes del volante tenemos edades que oscilan entre los sesenta del camionero Fermín, los treinta y tantos de Fernando, un comercial que le pisa más de la cuenta a su Audi para llegar antes que la competencia, o los veinte recién cumplidos del Charlie, transportista por cuenta ajena.
Lo primero que se hace en el aula es preguntar por qué estamos ahí y cuántos puntos nos quedan a cada uno. Se supone que esa información no es relevante y que no debe conocerse por los responsables del curso. Pero para Elena, la profesora, no es curiosidad sino autoprotección. Necesita predecir el grado de agresividad que puede encontrarse en cada curso. La clase comienza así como una especie de terapia de grupo en la que los infractores confiesan sus crímenes.
Pero aquí no hay arrepentimiento ni catarsis colectiva como en alcoholicos anónimos; Esto es más biuen como en las prisiones, nadie merece estar aquí a pesar de haberse saltado semáforos, señales de stop o circulado a ciento sesenta en una travesía urbana; aquí los únicos culpables son los guardias civiles y los policías locales que pagaron su frustración con nosotros y no quisieron entender que no vimos la señal, que teníamos prisa o que por aquí pasamos todos los días y nunca pasa nada.
Los instructores aprenden en sus cursos de formación a canalizar la hostilidad dejando bien claro que no son ellos quienes nos han sancionado, que están allí para ayudar a recuperar los puntos. Porque eso es lo único que nos importa a todos. Los puntos. Y si hay que pagar, se paga. Lo que haga falta. Y no es poco un curso de reeducación. En esto también están todos de acuerdo. Estos cursillos para conductores peligrosos son sólo un sacacuartos.
Pero también hay otro objetivo: meter miedo en el conductor. Resulta evidente en cuanto empezamos a examinar las unidades lectivas redactadas con un lenguaje dirigido a analfabetos funcionales, plagado de dibujitos y caricaturas de un simbolismo infantil que entenderían hasta los dummies que se estrellan en la pantalla una y otra vez. Porque en eso consiste el curso. No se trata de repasar las olvidadas reglas de tráfico, sino de visionar sin descanso atroces vídeos de accidentes para sensibilizarnos. Y pensar que he representado en foros públicos a una gran marca de automoción y heme aquí convertido en avergonzado conductor temerario.
El tratamiento que nos es dispensado tiene una angustiosa similitud con el que sufrió Alex, el protagonista de la Naranja Mecánica dirigida por el genial Stanley Kubrik. Con pinzas en los párpados, a aquel agresivo inadaptado amante de Beethoven, le obligaban a ver imágenes ultraviolentas asociadas a fármacos que hacían sentir mal. Ello con el objeto de reconducir su conducta. Un terapia conductista pero a lo bestia. Y una cosa sí consiguen aquñí a pesar del escepticismo general con que hemos acudido. Tras ver ventisiete despanzurramientos seguidos nos demos cuenta de la esencial fragilidad del ser humano.
Para un motociclista con algo de experiencia eso no es ninguna sorpresa. Debo llevar recorridos más de 90 países y ya llevo rotos una pierna y un codo, amén de muchas otras lesiones menos graves. Más del 80% de los siniestros en los que hay involucrados una moto y otro vehículo, el responsable es éste último. Pienso que en estos cursos deberían enseñar mil veces al blindado automovilista las consecuencias que para el conductor de una motocicleta tienen sus inesperados giros o desvíos para ganar un miserable puesto ante el próximo semáforo.
El exceso siempre satura, después de cuatro horas de horrísonas escenas los alumnos sólo tienen una preocupación. ¿Nos podemos ir ya? No, no se puede ir nadie antes de la hora aunque el temario sea exasperantemente repetitivo y ya lo hayamos visto dos veces. En cualquier momento puede aparecer un inspector de Tráfico y si alguien se fuga, las consecuencias las pagará la autoescuela; ya no podrá seguir lucrándose con estos salutíferos cursos.
El final del primer día consiste en una charla de un lesionado medular. Nuestra oradora será Charo, una parapléjica que tiene la “suerte” de poder caminar con muletas. Charo es dinámica, simpática y abogado penalista. Tuvo un accidente tonto, pero no llevaba puesto el cinturón. Su relato sobre cómo le cambia la vida a un lesionado medular hace guardar respetuoso silencio a los alumnos. Jamás hubiéramos pensado que un simple número tuviera tantísima importancia. La diferencia entre un dos y un siete (el número de la vértebra rota) supone mover los brazos o no tener ni siquiera capacidad de respirar por ti mismo.
Son las 8 y cuarto; la primera jornada ha terminado. Los alumnos salen cabizbajos y tristes a la oscuridad de la calle. El curso ha conseguido lo que pretendía. No seremos mejores conductores pero al menos sí seremos conductores asustados. Arranco la BMW y me prometo una prudencia infinita. Me introduzco en el tráfico a la misma hora en que cientos de miles de conductores intentan llegar a casa después de un duro lunes de trabajo.
Mi propósito de circular pacíficamente se hace inmediatamente imposible en este caos colectivo de agresividad y prisa. La moto es un vehículo invisible para quien no la siente como una amenaza. Esto sucede en India, el peor país del mundo para conducir, pero también en esta España que tan moderna y civilizada se piensa. Después de que un autobús me cierre el paso y aquel turismo compita por llegar antes al cruce, olvido todo lo que acabo de oír en la autoescuela y me convierto en otro depredador urbano por cada hueco libre simplemente para poder sobrevivir.
Y si quieres ver quienes sí merecen un buen curso de seguridad vial, aquí tienes mi trilogía de vídeos Sobreviviendo a India. ¡Eso es conducir mal!
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