Salto en paracaídas
Desde que me rompí el codo izquierdo en un accidente de motocicleta no había vuelto a saltar en paracaídas. Los aterrizajes requieren coordinación en los brazos y el mío estaba bastante inútil. Pero diez meses de inactividad son muchos para un paracaidista. El salto es como el toreo. He oído decir que los matadores se van a hacer las americas porque si dejan de torear varios meses, pierden la costumbre y su lugar lo ocupa el temor. Pero yo quería seguir lidiando nubes. Decidido a romper el maleficio del miedo, viajé a Ocaña para saltar a 4000 metros de altitud.
Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: Un millón de piedras con 15.000 kilómetros africanos en su interior y Europa Low Cost, o como recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Un Millón de Piedras y en Twitter en @MiquelSilvestre.
Mi interés por el paracaidismo comenzó en el servicio militar. Me tocó por sorteo la Brigada Paracaidista. A falta de suficientes vocaciones, la BRIPAC se nutría de desmotivados quintos de reemplazo como yo. No hice el curso. Para ser paracaidista debía firmar como profesional por 37.000 pesetas mensuales, con un compromiso de dieciocho meses. Pero a mí ya me parecía suficiente con un año de privación de libertad.
En la Escuela de Paracaidismo de Ocaña dan cursos de Caída Libre Acelerada. Antiguamente, a la caída libre sólo se llegaba después de muchos saltos en automático, el clásico de las películas bélicas. A poca altura, el paracaidista va unido al avión con una cinta. Al saltar, ésta se encarga de extraer la campana casi de forma inmediata. No hay sensación de caída y la maniobrabilidad es mínima.
En caída libre, el paracaidista abre manualmente después de un vuelo vertical de, como mínimo, cincuenta segundos en el que alcanza 200 kilómetros por hora. Tras un día de clases teóricas, el alumno saltará a 4000 metros acompañado por dos monitores. Pero será él quien tenga que abrir el paracaídas y aterrizar. El curso completo son siete saltos en los que irá superando unos ejercicios que le habilitan para hacerlo solo. Si luego quiere saltar con un compañero, deberá hacer 25 saltos más y pasar el examen del título A que acredita que sabe maniobrar de forma precisa, pues lo más peligroso de este deporte es una colisión entre paracaidistas.
El aeródromo de Ocaña está abierto todo el año gracias a que hay una escuela británica de paracaidismo. El día elegido las nubes estaban altas y no impedían el salto. El viento era suave y constante. En la escuela encontré a Iñaki, su fundador. Iñaki es un ex economista que decidió convertir en profesión lo que era pasión. Me pregunta si mi licencia federativa está vigente. “Sí”, contesto. “¿Cuánto llevas sin saltar?”. “Diez meses”. “Tendrás que hacer un salto supervisado”. La seguridad es lo primero. Después de tanto tiempo puedo haber perdido las habilidades necesarias. Un monitor comprobará que me mantengo estable y que no soy un peligro ni para mí ni para los demás.
Agustín Muñoz saltará conmigo. Repasamos las posibles emergencias. Al hacerlo, recuerdo mi primer salto. La pequeña avioneta Pilatus iba cargada con ocho paracaidistas. Cuando se abrió la puerta, casi me quedé paralizado al ver como eran inmediatamente absorbidos por el vacío. Me coloqué de rodillas paralelo a la apertura y esperé la señal de mi instructor principal. Tenía que relajarme y arquear ofreciendo la pelvis como punto más bajo para que el viento me sustentara. Cualquier intento de lucha sería inútil. En el aire no hay sitio donde agarrarse y si lo intentas, sólo conseguirás que el viento te maneje como a un pelele.
Cuando salté, mi cerebro sufrió una sobrecarga sensorial totalmente desconocida hasta entonces. No estamos diseñados para arrojarnos al vacío. Me encogí como acto reflejo de defensa. Justo lo que no debía hacer. Sentí entonces una violenta sacudida. Eran los monitores, que me sujetaron a cada lado para mantenerme estable a la fuerza. Tras un par de segundos de bloqueo, mi cerebro empezó a razonar de nuevo y completé el primer nivel sin demasiados problemas. Los seis restantes fueron pan comido comparado con aquella primera vez, aunque también es cierto que nunca más he sentido la misma y brutal descarga de adrenalina.
Antes de hacerlo nosotros, saltaron los tamdems. El salto tamdem es el método más sencillo de experimentar la caída libre. Se salta atado a un monitor y él se encarga de todo. Sé que son seguros, si no, no le hubiera regalado uno a mi madre cuando cumplió setenta años. Mientras espero el vuelo me preparo. Lo primero, ropa de abrigo ligera y resistente, sin solapas ni nada que pueda aletear. El altímetro, auténtico seguro de vida. Las gafas de salto. Imprescindibles. El casco de resina. Y finalmente, el paracaídas, formado por el contenedor, la campana principal y la de emergencia. Los equipos actuales son muy resistentes y ligeros. Van provistos de un sistema informático que hace saltar la campana de emergencia si a una determinada altura se desciende a demasiada velocidad. Con eso se garantiza que aun sufriendo un desvanecimiento, el paracaídas se abrirá.
Subimos a la pilatus por el orden que indica el paracaidista más experimentado. La pequeña avioneta despega y al hacerlo desaparecen todas las preocupaciones. Cuando uno está a punto de arrojarse al cielo azul, se tornan insignificantes todos los demás asuntos. A 3500 metros nos colocamos las gafas, el casco y nos saludamos frotando los dedos de la mano derecha y entrechocando los nudillos. Buen salto, nos deseamos unos a otros. La puerta se abre a 4000. Ha llegado el momento de la verdad. Agustín se coloca entre el estribo y el ala para verme salir. Cuando me da la señal, me lanzo al vacío. Tras una voltereta, arqueo, me estabilizo y en seguida le veo enfrente de mí. Todo va bien, le digo por gestos.
La sensación es deliciosa, el aire huele a ozono limpio y el viento acaricia todo mi cuerpo. Allá abajo, la tierra se aproxima a toda velocidad. Juego un poco, hago alguna acrobacia y abro a mil doscientos. Siento una fuerte sacudida al abrirse la campana. Miro hacia arriba y compruebo que los cables no se han enroscado entre sí. Agarro los mandos y tiro de los frenos; funcionan bien. Planeo con calma sobre la meseta toledana. Al ver el penal, me acuerdo de aquel paracaidista que cayó dentro del patio. Yo no he ido nunca tan lejos, pero en mi tercer salto caí detrás de la autopista y tuvieron que venir a buscarme en furgoneta.
En el tránsito final, vuelo paralelo a la pista de aterrizaje del aeródromo con cuidado de no cruzarla, podría encontrarme con un velero despegando. A 100 metros de altura hago un giro de noventa grados para ponerme de cara al viento. A dos, tiro de los frenos y el campo arado me recibe con suavidad. Mientras recojo la tela, veo al resto de paracaidistas tomando tierra a mi alrededor. Recuerdo entonces las palabras de Agustín cuando surcábamos el mar de nubes apenas unos minutos atrás. “¿Puede haber un trabajo mejor que el mío?” Imposible, pienso mientras camino en dirección al “manifest” para apuntarme en el siguiente vuelo.
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