Resiste, Obama
En Estados Unidos se produce estos días una lucha entre titanes. El cierre del gobierno, inédito desde 1996, mantiene en vilo a los poderes norteamericanos. Falta por saber si este cierre, que dura ya más de una semana, acabará convirtiéndose en un default capaz de arrastrar no sólo a la economía norteamericana, sino también a las demás economías mundiales.
La suspensión de pagos es tal vez un riesgo irreal; uno sólo puede imaginarse que los legisladores estadounidenses son conscientes del peligro que ello conllevaría, e incluso John Boehner, Presidente de la Cámara de Representantes, ha afirmado en alguna ocasión que no pretende dejar que eso pase.
El problema es que no depende de él. En este momento, republicanos y demócratas se encuentran presos de la minoría enfervorecida y poco capaz de pensamiento razonable del Tea Party. Este grupo, creado en 2009 a la derecha de los republicanos que estaban más a la derecha, mantiene al país paralizado y a más de un millón de funcionarios americanos sin trabajar en una suerte de pulso infantil contra Barack Obama.
Están enfadados con el Presidente porque quiere aprobar una ley que mejore la sanidad pública americana, y no van a permitir que ni un solo ápice de algo parecido al socialismo —no se engañen, eso queda lejos— se cuele en el país de las libertades.
Pero ocurre mucho más que eso. En el Tea Party no soportan a Obama; es un encono personal, irracional, impropio de políticos con cierta madurez intelectual. Y saben que esta ley para la mejora de la sanidad pública, que han bautizado para la Historia como Obamacare en un intento de ridiculizarla, es la piedra angular de los ocho años de gestión de Obama y uno de los pocos signos positivos de la misma.
Obama también lo sabe. Las encuestas muestran un gran desgaste en su administración, que ha faltado a su palabra en temas que fueron de capital relevancia en sus campañas. Guantánamo, la guerra de los drones, los cables de Wikileaks, el espionaje de la NSA; parece que el Presidente aprendió demasiado tarde —o quizá lo traía aprendido de casa pero no le interesaba decirlo— que la realpolitik americana queda muy lejos de “hope”, “change” y sustantivos similares.
Las posiciones enconadas e inamovibles son, pues, una necesidad de la situación. Obama no puede echarse atrás con la ley más importante que aprueba en la legislatura: ya ha afirmado en repetidas ocasiones que no piensa negociar la ampliación de los presupuestos del estado, no mientras un grupúsculo político le ponga “una pistola en la cabeza”. En opinión de los demócratas —y la de un servidor—, el Tea Party incumple un principio democrático fundamental: dejar gobernar a quien ha ganado las elecciones de manera limpia. El propio Obama lo argumentó de la siguiente manera: imagínense que, tras la decisión de George W. Bush de invadir Irak en 2003, el Partido Demócrata, no estando de acuerdo con la incursión, hubiera paralizado el país y obligado al gobierno legítimamente electo a cerrar. Y el Tea Party tampoco puede echarse atrás: jamás en la historia de Estados Unidos un grupo legislativo tan pequeño había tenido la capacidad de inmovilizar un país, y a ellos eso de la legitimidad democrática les da un poco igual mientras consigan su objetivo: beneficiar a multinacionales y élites extractivas (vulgo ricos ladrones).
Así pues, continúa el cierre del Gobierno con el 17 de octubre a la vista, fecha en que las cámaras tendrán que ponerse de acuerdo para elevar el techo de gasto público de la administración o declarar suspensión de pagos. Contra esta última opción han advertido absolutamente todos los agentes implicados en la vida pública; incluso Wall Street ha hecho un llamamiento a la responsabilidad y ha recordado los peligros de un default que podría causar un tsunami financiero en las principales economías mundiales.
A esta defensa del statu quo se le han buscado muchos eufemismos en nuestro tiempo, no sólo el de la responsabilidad. No es cosa que ocurra únicamente en España, donde nuestro Presidente del Gobierno tiene un solo punto en su programa electoral, que es gobernar “como Dios manda”, según él mismo afirma, sea lo que sea eso.
En ambos casos, una de las expresiones más repetidas es la del «sentido común». Sorprende que sean precisamente las élites financieras, que viven en un mundo bastante absurdo —les recomiendo el libro de Greg Smith “Why I left Goldman Sachs: a Wall Street Story” para entender mejor este submundo—, las que hagan estos llamamientos implorando al sentido común como forma de legimitar la progresiva liquidación del Estado del Bienestar.
Curioso sobre todo porque fue ese mismo sentido común el que obligó a las mentes pensantes del capitalismo del Siglo XX a desarrollar esta idea: era necesario establecer un sistema de paz social para que el capitalismo pudiera progresar de manera estable sin colapsar o provocar revoluciones, y el «welfare state» fue la respuesta a esta necesidad. Parece ser que no sólo en España tenemos problemas de memoria histórica. Luego se extrañarán cuando el viento de los tiempos les desmonte el chiringuito. Cuando Obama se niegue a rendirse, aunque sea por vergüenza torera y dignidad histórica, por no dejarse ganar por unos enfervorecidos del dinero incapaces de creer en la democracia, y se desate un terremoto financiero global que igual hace que las cosas cambian. Es cuestión de sentarse a esperar.
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